Diane Arbus
Vi
anoche El Resplandor, así como casi todo el documental que nos
recomendó Gustavo.
Ver la película, bajo el influjo de las diversas especulaciones referidas en el
documental, es verla en estado de alerta, tratando de captar cosas no dichas en el documental.
Así, pude percatarme de que el libro que Shelley Duvall está leyendo en su
casa, mientras desayuna con el niño, es El guardián entre el centeno (The
Catcher in the Rye), de J. D. Salinger. Llevaba el libro más o menos
por la mitad, y cuando lo coloca en la mesa, para comerse su sándwich, podemos
ver que tiene la página marcada.
Otra cosa: alguien lee mucho en esa casa. Detrás de
la mesa divisé libros apilados.
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Aunque muy evidente (no sé si tan comentada),
retuve la primera referencia que en la película se hace al laberinto.
Wendy (Shelley Duvall), sorprendida por la gran
cocina del hotel, le dice al chef, que "ella va a tener que regar migas por el
piso, cada vez que le toque entrar a la cocina, porque sólo así podrá encontrar la salida".
“No es para tanto”, le responde Scatman Crothers, actor que encarna al adorable chef.
Apunto
la relevancia del detalle, porque más adelante el film nos mostrará que salir de
un laberinto será salvar la vida.
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Llegué al documental varios minutos después de su
inicio. Por eso, no sé si hay en él referencias a la novela de Salinger. De lo
que sí estoy seguro es de lo atractivo del dato, seguramente muy trajinado por
otros, pero nuevo para mí, despistado y tardío espectador de claves. Que me
dispensen los avisados.
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Nadie olvidará que El guardián entre el centeno,
además de ser un libro merecidamente leído y admirado, tiene en su recepción,
un lado inquietante. Recordemos un ejemplo de esa fama extraña: Chapman,
después de asesinar a John Lennon, se quedó en el edificio Dakota hasta que
llegó la policía. ¿Qué hizo mientras tanto? Leyó El guardián entre el centeno, más
o menos, hasta la mitad.
Era el
8 de diciembre de 1980, el mismo año, por cierto, en que se estrenó El
Resplandor. Sin duda, la aludida sincronía es un apetitoso rábano que
no debe ser tomado por las hojas.
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Anoté también un momento de la abundante simetría
kubrickiana: antes de que las gemelas aparecieran en la sala de juegos del
hotel, Danny, que había lanzado al blanco tres dardos rojos, recoge dos, y mira
a las niñas. Esas ominosas mellizas –como han dicho algunos-, parecen tomadas
de una famosa fotografía de Diane Arbus. Homenaje, le dicen.
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Como no puedo dejar de arrimar la brasa para la
sardina gastronómica, debo decir que disfruté de nuevo la escena en la cava de
las carnes. Tras informarle a Wendy que puede pasar todo un año sin repetir el
menú, el chef le enumera la existencia: quince asados de paletilla, treinta
paquetes de hamburguesas, doce pavos, cuarenta pollos, cincuenta solomillos,
casi treinta lomos de cerdo y veinte piernas de cordero.
Nada de eso anima a Danny, quien confiesa al final
del recorrido, su preferencia por las papas fritas con kétchup.
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Sentir terror en el cine es un verdadero placer,
pero sólo los grandes directores nos pueden dar miedos memorables. Pienso en
Hitchcock, con Psicosis y, sobre todo, en esta película de Kubrick, que mejora
notablemente un género fatigado por los terrores automáticos de tantas obras
deleznables que anuncian con “música de miedo” cuándo debemos sentirlo.
Salvo
la cara de loco que nunca pudo quitarse el Jack Nicholson de Atrapados
sin salida, las señales de pánico de este filme, si bien no se ocultan,
son más una atmósfera que una carta convencional para jugar con el público. Por
eso, El
Resplandor es una delicia. Que un espacio, como el hermoso hotel de
montaña Overlook, sea el centro de esta historia, es, de suyo, un regalo
lujosísimo. Que a ello se añadan un soberbio laberinto vegetal, un baño para
caballeros diseñado por Frank Lloyd Wright y un espléndido salón de fiesta, es
demasiado. Pero que, además, suene música de Penderecki, Ligeti y Bartok, ya es
intolerablemente excesivo.
Gracias
a ese exceso, sin el cual no habría arte, Kubrick consigue con El
Resplandor tocar el cielo.
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