Juan Gil-Albert, con su madre y su hermana, en el porche de Villa Vicente,
casa veraniega de la familia, en El Salt, Alcoy
casa veraniega de la familia, en El Salt, Alcoy
Seis de la mañana. Desde
hace rato, el Breviarium vitae de Juan Gil-Albert. Sigo una indicación suya y
lo leo al azar o como “los libros de Horas”: con cuentagotas. Gil-Albert,
además de un memorialista prodigioso, es, “un español que razona”, como dijo
alguien que lo admiraba y con quien compartía apellido y ciertas afinidades:
Jaime Gil de Biedma. En este libro se comprueba ese feliz aserto. Notas,
aforismos, confesiones y recuerdos conforman Breviarium vitae, llamado
inicialmente por su autor Cantos rodados. Sus líneas iniciales
son, sin duda, la piedra primordial del breviario:
Los años y las cosechas. Con los achaques le llega al
hombre, por primera vez, el verdadero sabor de las palabras.
En una nota a pie de
página del prólogo, Gil-Albert explica el origen de esa máxima. Corrijo. Más
que explicarla, la ilustra con una experiencia de cuando se embarcó en Buenos
Aires, rumbo a México, en 1945. No me voy a dilatar en citarla extensa y
gozosamente, como se debe:
En el barco aludido que me transportó a las alturas
mexicanas, el maitre, por exceso de pasaje, me rogó sentarme a una mesa que
fueron ocupando, simultáneamente, cuatro jóvenes con los que conviví: de origen
italiano uno, un guatemalteco, un tercero, neoyorquino, y un -y lo dejo el
último, en tête-a-tête conmigo- Julio, argentino-israelí, con grandes ojos tras
los cristales protectores de sus gafas; y lo recuerdo, estudiante de Química.
Acababa de ser publicado, en Buenos Aires, en el 44, mi poemario Las ilusiones. Los cuatro lo leyeron,
se prestaban el libro, volvían sobre él y se hacían confidencias. Mis poemas
parecían convertirse, para ellos, en campo de acción. El aislamiento marítimo
en que vivíamos durante un mes, en una especie, envidiable, de holganza
sempiterna, nos hizo intercambiar como obsequio, en nuestro convivir aireado,
lo mejor de uno mismo. En nuestra escala de Valparaíso, se unió a nosotros una
muchacha distinguida. La despidieron, enternecidos, padres y hermanos, porque
viajaba, por vez primera, sola: gentes encumbradas y arruinadas la veían partir
para ocupar un puesto de trabajo en el lejano consulado chileno de New-Orleans.
Llegamos a jugar a prendas –encantador-, y a adivinarnos el personaje con el
que cada cual se había bautizado, inmente, y al que había que remedar, con
sutileza, con palabras y actitudes. Hacíamos, claro, burla de los viajeros
corrientes. Y la chica, cuyo nombre, y lo añoro, olvidé, hacía música en el
piano del salón, cantábiles al uso del tiempo y en una ocasión, recuerdo,
Debussy, su Claro de Luna, mientras algunos desconocidos del pasaje iban
entrando y se sentaban en silencio. En medio de esa intimidad repentina que
brota en los barcos, me sentí tratado como uno más del grupo muchachil, pero
con un toque de deferencia que me fue indicadora, por primera vez, de que yo había
dejado de ser el joven aquel que salió de España y que emprendía ahora,
sensiblemente, la segunda etapa inicial de lo que llamamos la madurez; que
aludiera a los achaques no era, por el momento, más que un recurso de
expresividad que patentizaba lo intuido, lo por venir, pero eso sólo. Teinta
años han pasado desde entonces en los que si no a diario pero sí con una
constancia irregular, aquel navegante entre joviales compañeros, que ha
desembarcado ya en la vejez definitiva, cierra hoy la marcha de sus visiones,
de sus apreciaciones, de sus persuasiones, como alguien que se toma,
comprensivamente, la vacación última, bajo el grato sombreado de sus recuerdos,
de sus conquistas, y por qué no decirlo, de sus inevitables derrotas.
¿No es esa nota a pie de
página una preciosa piedra?
Así son los cantos
rodados de Gil-Albert, dedicados a Merche, la mecanógrafa que los tomó al
dictado de su autor, no con “acatamiento de discípula sino con espontáneo
fervor de convivencia”.
--
“Fervor de convivencia”.
Anotado.