Thursday, May 12, 2011

El ensayo en Borges


Detenerse en la obra ensayística de Borges es, en realidad, entretenerse. Quiero decir que nuestra relación con ella es semejante a la que tenemos con sus poemas y relatos, por la sencilla razón de que sus ensayos son piezas de un corpus literario que entiendo como una esmerada unidad. Poseen, además, la misma riqueza artística y temple estético que el resto de sus más celebrados componentes, pese al descuido de cierta crítica. Ya lo señalaba uno de los más inteligentes estudiosos del argentino. Me refiero a Jaime Alasraki, quien en su libro La prosa narrativa de Jorge Luis Borges (Editorial Gredos, Madrid, 1974) llamó la atención acerca de cómo el Borges narrador y poeta “ha relegado a segundo plano al ensayista”. Apuntó como razones de ese desplazamiento, entre otras:

el éxito de sus cuentos, que ha otorgado a Borges su celebrada notoriedad; el grave error de excluir el ensayo de su obra creadora; la tendencia a ver el ensayo no como entidad en sí misma sino como exégesis o suplemento del poema o del cuento… el delgado límite entre ensayo y cuento y la subsiguiente necesidad de estudiar el uno en ensamble con el otro.  

       Entre las razones indicadas por Alasraki para explicar el desvío de la crítica en relación con los ensayos de Borges, hay una que me parece clave: “el grave error de excluir el ensayo de su obra creadora”. Creo que este motivo es comprensivo de los otros. Tanto lo es, que explica claramente la tercera de las razones invocada por Alasraki: “el delgado límite entre ensayo y cuento”. Es muy frágil ese deslinde porque a Borges no lo aprisionaban los géneros y un cuento suyo bien podía pasar (como efectivamente pasó) por una reseña de libro. Lo inverso también es cierto (una reseña de libro podía pasar por un cuento). Por otra parte, la ambigüedad era un placer borgiano, como la máscara, y a falta de máscara, el antifaz (tal vez los mismos antifaces que usó Beatriz Viterbo en los carnavales de 1921).

       La obra de un creador como Borges, a quien le obsesionaron desde muy joven ciertos temas (el tiempo, el infinito, el sueño, las lenguas) no puede ser fragmentada, sin el grave riesgo de amputarle su pleno goce estético. Así, quien se acerque a sus ensayos buscando sólo datos que le expliquen algunos enigmas de sus cuentos, estará privándose de una escritura que también vale como tal y no sólo por sus temas y sus citas. Le ocurrirá a ese lector lo que le ocurre a los policías de las aduanas cada vez que pasa el hombre de la carretilla, como lo recordó Gabriel Zaid, a propósito de Alfonso Reyes. Le revisan el contenido para buscar la mercancía robada y nunca la encuentran. Claro, el hombre sólo roba carretillas. Resulta que también Borges vale por su carretilla. Y esto en el ensayo es de mayor relevancia que en cualquier  otro de los “géneros” cultivado por el genio porteño.  

      Propongamos algunos caminos para gozar del Borges ensayista. Me atrevo con uno: encontrar en sus ensayos, no la clave del cuento, sino el cuento mismo. Pero antes, recordemos los libros donde Borges cultivó el arte de la conjetura intelectual, la desleída frontera de los espacios discursivos y el regodeo supremo de las inquisiciones verbales y metafísicas (con perdón de la tautología), es decir, sus libros de ensayos.


 Los ensayos.
     
        El joven que retorna a Buenos Aires al comienzo de los años veinte es un joven preocupado por las posibilidades expresivas de la lengua. También por los aspectos mágicos, mitológicos y filosóficos de la literatura. Basta leer los índices de sus primeros libros para apreciar esas inquietudes borgianas. Así, en Inquisiciones (1925) figuran ensayos dedicados a Torres Villarroel y a Quevedo, un trabajo sobre la metáfora, artículos acerca de tópicos argentinos (la poesía gauchesca, el tema de lo criollo) y textos relativos a asuntos metafísicos, como el dedicado a su querido Berkeley. No faltan escritos sobre literatura europea (Joyce, el expresionismo) y algún ensayo de tema filológico. Esos mismos intereses intelectuales se prolongan en su segundo libro ensayístico, El tamaño de mi esperanza (1926). En él vuelve al tema de lo criollo y también al del lenguaje. Este, a su vez, se verá prolongado en el tercer libro de ensayos, El idioma de los argentinos (1928). Después vendrán Discusión (1932) y veinte años más tarde, Otras inquisiciones (1952). Es interesante recordar que entre El idioma de los argentinos y Discusión, Borges publica en 1930 un libro titulado Evaristo Carriego, suerte de biografía de un personaje menor de la literatura argentina. Esa curiosa biografía es el mejor pretexto para recrear un suburbio: Palermo. Mediante la mirada del estudioso capaz de tomar distancia y con una ironía no exenta de ternura y nostalgia, Borges nos regala en ese libro el ejemplo de una crónica espléndida.

       Podemos extender la anterior enumeración indicando otros libros de Borges donde la prosa ensayística tiene un valor estimable, pese al carácter más o menos informativo de los mismos. Me refiero a algunos textos que Borges publicó como co-autor, aunque ciertos testimonios abriguen la sospecha de que realmente era Borges el autor único. Hablo de Antiguas Literaturas Germáncias (1951), que luego reeditará ampliado y con cambio de “co-autora”, bajo el título de Literaturas Germánicas Medievales (1966); del Martín Fierro (1953), una introducción a la lectura del libro emblemático de la poesía gauchesca, con estupendas referencias a sus antecedentes;  de Leopoldo Lugones (1965), un exordio a la obra literaria del modernista argentino donde retorna a su obsesivo tema del lenguaje. Interrumpo la enumeración para citar con deleite este párrafo del Lugones:

 Escéptico de tantas cosas, Lugones no lo fue jamás del lenguaje y, a juzgar por su práctica, creyó con valerosa simplicidad en cada una de las palabras que lo componen. Para el diccionario las voces azulado, azuloso, azulino y azulenco son estrictamente sinónimas; asimismo lo fueron para Lugones, que, sólo atento a la significación, no advirtió, no quiso advertir, que su connotación es distinta. Azulado y tal vez azuloso son palabras que pueden entrar en un párrafo sin destacarse demasiado; azulino y azulenco  pecan de énfasis”.  

¿Recuerdan a Carlos Argentino Daneri? ¿No convendrán  conmigo en que ese recuerdo valía la larga cita?

Finalmente, debemos mencionar Introducción a la Literatura Inglesa (1965);  y ¿Qué es el budismo? (1976). Siempre encontraremos algo curioso o sublime en cualquiera de esos libros “menores”. Así, en el penúltimo de los mencionados, al referirse a Finnegan`s Wake, de Joyce, Borges muestra una vez más su proverbial mordacidad:

Al cabo de unos años de labor, dos estudiantes norteamericanos han publicado un libro, desgraciadamente indispensable, que se titula Ganzúa para Finnegan`s Wake




Los cuentos futuros en los ensayos iniciales.

        No se trata de buscarle muchas vueltas al asunto. Simplemente leamos. En 1938 Borges publica el texto sobre su más famoso apócrifo, el escritor francés Pierre Menard. Algunos años después ese trabajo formará parte de su libro de relatos Ficciones (1944). Todos conocemos el pasmoso contenido de esa genial invención borgiana que derriba cualquier intento de validar los acercamientos científicos y exactos a la literatura. Uno de los libros que Borges proscribió de su bibliografía fue El idioma de los argentinos (todo hay que decirlo: el castigo no fue absoluto como el aplicado a sus libros anteriores). Bien. Allí nos encontramos con un ensayo titulado La fruición literaria en el que podemos leer un párrafo que hizo las delicias de Rodríguez Monegal, por la razón que más adelante refiero:

 “Temo no ser entendido en este lugar, y a riesgo de simplificar demasiado el asunto, buscaré un ejemplo. Séanos ilustración esta metáfora desglosada: El incendio, con feroces mandíbulas, devora el campo. Esta locución ¿es condenable o es lícita? Yo afirmo que eso depende solamente de quien la forjó, y no es paradoja. Supongamos que en un café de la calle Corrientes o de la Avenida un literato me la propone como suya. Yo pensaré: ahora es vulgarísima tarea la de hacer metáforas; substituir tragar por quemar, no es un canje muy provechoso; lo de las mandíbulas tal vez asombre a alguien, pero es una debilidad del poeta, un dejarse llevar por la locución fuego devorador, un automatismo; total, cero… Supongamos ahora que me la presentan como originaria de un poeta chino o siamés. Yo pensaré: todo se les vuelve dragón a los chinos y me representaré un incendio claro como una fiesta y serpeando, y me gustará. Supongamos que se vale de ella el testigo presencial de un incendio o, mejor aún, alguien a quien fueron amenaza las llamaradas. Yo pensaré: ese concepto de un fuego con mandíbulas es realmente de pesadilla, de horror y añade malignidad humana y odiosa a un hecho inconsciente. Es casi mitológica la frase y es vigorosísima. Supongamos que me revelan que el padre de esa figuración es Esquilo y que estuvo en lengua de Prometeo (y así es la verdad) y que el arrestado titán, amarrado a un precipicio de rocas por la Fuerza y por la Violencia, ministros duros, se la dijo al Océano, caballero anciano que vino a visitar su calamidad en coche con alas. Entonces la sentencia me parecerá bien y aun perfecta, dado el extravagante carácter de los interlocutores y la lejanía (ya poética) de su origen. Haré como el lector, que sin duda ha suspendido su juicio, hasta cerciorarse bien cuya era la frase”.

       Emir Rodríguez Monegal encontró en el texto transcrito el origen de un famoso cuento: “el ensayo deriva, más tarde, hacia otros temas, pero ya Borges ha demostrado su punto: todo juicio es relativo, la crítica es también una actividad tan imaginaria como la ficción o la poesía. Sencillamente: aquí está la semilla de esa genialidad titulada Pierre Menard, autor del Quijote (Borges: hacia una lectura poética, Guadarrama, Madrid, 1976).

Vayamos ahora a otro trabajo incluido en el libro de ensayos El idioma de los argentinos. Me refiero a Hombres pelearon.  Borges lo inicia con estas palabras:

Esta es la relación de cómo se enfrentaron coraje en menesteres de cuchillo el Norte y el Sur. Hablo de cuando el arrabal, rosado de tapias, era también relampagueando de acero; de cuando las provocativas milongas levantaban en la punta el nombre de un barrio; de cuando las patrias chicas eran fervor. Hablo del noventa y seis noventa y siete y el tiempo es caminata dura de desandar”. Más adelante: “…De las orillas, pues, y aun de las orillas del Sur fue El Chileno: peleador famoso de los Corrales, señor de la insolencia y del corte, guapo que detrás de una zafaduría para todos entraba en los bodegones y en los batuque; gloria de matarifes en fin. Le noticiaron que en Palermo había un hombre, uno que le decían El Mentao, y decidió buscarlo pelearlo. Malevos de la Doce de Fierro fueron con él

       Ese texto publicado en un libro de ensayos, como ya dijimos, es también la base precisa de un célebre relato: nada menos que de El hombre de la esquina rosada.

       Además del cuento futuro, el ensayo borgiano es capaz de depararnos el cuento puro (¿también el puro cuento?), el cuento que quedará allí como texto definitivo. Es el caso de otra esquina hallada en El idioma de los argentinos, y que será copiada por el Borges de Historia de la Eternidad (1936), donde nos topamos con esta imagen memorable: “Sobre la tierra turbia y caótica, una tapia rosada parecía no hospedar luz de luna, sino efundir luz íntima. No habrá manera de nombrar la ternura mejor que ese rosado”. Borges nos ha transferido con ella la belleza de un giro verbal. También ha incorporado como sustento de una teoría personal de la eternidad, la poética evocación de un barrio porteño en un momento en que “se sentía en muerte”.

       Con este intercambio textual (cuento en el ensayo, ensayo en el cuento) Borges nos está diciendo que la obra literaria no sólo no es separable, sino que es única. Pero algo más podemos inferir de nuestra lectura: Borges incorporó temprano la imaginación a sus ensayos reflexivos. Abrió la ruta de la libertad ensayística. El propio título de su primer libro, quizá el más exiliado por su autor, Inquisiciones, revele el sentido de la poética borgiana sobre el ensayo: se trata de averiguar, de curiosear, de preguntarse por los más esquivos enigmas mediante éstas y otras inquisiciones.

       El procedimiento de esas inquisiciones (procedimiento usado también por Borges para muchos de sus cuentos de tema metafísico) ha sido resumido por Jaime Alasraki del siguiente modo:

a) Presentacion del problema; b) un resumen de las hipótesis más ilustres que intentan explicar el problema; c) solución propuesta por Borges; y d) rechazo de b) y c) y conclusión. En c) Borges propone que para “desatar el problema” (‘el defecto de lógica de la leyenda’) no son indispensables las sutilezas dogmáticas … basta recordar que todas las religiones del Indostán y en particular el budismo enseñan que el mundo es ilusorio…Tanto en el ensayo como en el cuento, Borges procura cruzar esos límites para explorar una realidad que ya no puede traducirse en correctos silogismos, porque lo que propone en el ensayo es erróneo y, sin embargo, verdadero, y los hechos de la historia de Enma Zunz son falsos, pero sustancialmente verdaderos


Otros textos borgianos.

        No podemos dejar que los convencionalismos sobre el discurso y los géneros nos dominen a la hora de abordar la obra de Borges. Así, podrían postergarse otros momentos suyos, en los que a veces se esconde el regalo mayor de algunos de sus libros. Estoy hablando de prólogos, epílogos, notas al pie de página, postdatas, citas, solapas, principios y finales.

      PROLOGOS. Borges los escribió con gusto, aunque en algunos privara el compromiso amistoso. Los escribió con gracia. Los escribió también con sabiduría y con  dominio del tiempo escritural: su increíble capacidad para no demorarse y para decir lo esencial sin agotarlo. Borges, incomparable y magistral prologuista, echó de menos una teoría sobre el prólogo, pero él mismo abonó el terreno para ella. La enunció en el Prólogo de sus prólogos. Dijo que cuando eran propicios los astros, el prólogo “es una especie lateral de la crítica”. Según la estética borgiana del prólogo, éste debe ser siempre “lacónico y conmovedor”. Por desgracia, abundan los que apenas son “formas subalternas del brindis”.

     De todos los prólogos de sus libros prefiero el de El Hacedor. Lo recuerdo porque a veces lo he tratado de memorizar como si se tratara de un poema y en otras ocasiones, como si fuera un breve relato. Es, seguro, las dos cosas. Asimismo, es una larga dedicatoria. Finalmente, es un homenaje a Leopoldo Lugones, después de tantos desencuentros. Por fin, Borges le ha llevado un libro y él “lo ha aceptado”. No debe haber nadie que después de leer ese prólogo no preserve las precisas imágenes de una biblioteca y de los rasgos inconfundibles de un lector de Virgilio. Alguna atmósfera de la calle Rodríguez Peña o la sombra de un suicida a principios del año 38, lo acompañarán toda la vida.

     EPILOGOS. También pertenece a El Hacedor el epílogo que me es más entrañable. Sus palabras finales conforman un deslumbrante poema que es también un breve cuento y, además, un noble autorretrato:

     “Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara” 

       El libro de arena hizo lo que -con sus palabras- podríamos llamar, “la vindicación del epílogo”. Escribió: “Prologar cuentos no leídos aún es tarea casi imposible, ya que exige el análisis de tramas que no conviene anticipar. Prefiero por consiguiente un epílogo”. ¿Cómo es entonces que Borges haya escrito tantos prólogos? Pero es que también el argentino era el maestro de la autorrefutación. En ese mismo epílogo llama “notas apresuradas” a sus cuentos, pero abriga la esperanza de que “(esas notas) no agoten este libro y que sus sueños sigan ramificándose en la hospitalidad imaginaria de quienes ahora lo cierran”. Un evidente retorno a su estética de la lectura o al Pierre Menard, que somos todos.

       Por último, no podemos soslayar el epílogo paródico de sus Obras Completas (Edime), conocidas también como el “monstruo verde”. Dicho epílogo es un ejercicio de humor que ya desearían para sí algunos profesionales del género que nunca han pasado de bufones, más patéticos aún si lo son de un comandante. En él, Borges se rió de todos, pero también de sí mismo, con la gracia inasible de los genios amables.  

Freddy Castillo Castellanos