Monday, October 13, 2014

El jazz de un amigo


Una tarde de 1970. El escritor está en Caracas y elabora la nota para un libro que Monte Ávila publicará poco después. Es una antología que incluye veinte jóvenes narradores de su país: Argentina. El escritor traza las primeras líneas y nace este relato:  

La alusión no es del todo arbitraria: hace aproximadamente una decena de años, en la ciudad de Buenos Aires, un tal Roque Islam (poeta impublicable y desasosegado) necesitó poner el pecho a una especie de exhortación, acaso un poco desconsiderada: ¿por qué motivo no escribía prosa? 

Casi sin lugar a dudas él debió experimentar algo bastante parecido a una provocación, a lo alusivo de por sí; entonces preguntó, a su vez, si se le estaba proponiendo que narrara (en los términos más o menos frecuentes), si se le estaba ofreciendo la alternativa de contar alguna historia, o suceso ajeno, o recoveco mnemónico. 

La respuesta no sólo resultó afirmativa sino que además contenía la intención de una posibilidad personal (es decir, para él a su edad, de acuerdo con su obstinación sin atenuantes). Casi de inmediato Islam, fiel a cierto octosílabo recurrente, con esfumaturas, optó por ponerse de pie y salir a la calle. Todo esfuerzo por entrever lo que habrá pensado durante el trayecto hasta su casa, solo, a esas horas, resulta poco menos que impensable”. 

Hasta ahí el cuento. El escritor pasa a hablar de su antología y afirma que en ella ha querido registrar un contrapunto entre veinte narradores, que, “en el peor de los casos”, apenas alcanzaban los veinticinco años de edad cuando pasó lo de Roque Islam. Más adelante, destaca en ellos la “irrupción del texto” que quiere negarse a ser “cuento, o relato, o crónica”.
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Ahora releo la nota y me detengo en otra frase: “…la sospecha de que el lenguaje escrito podría protagonizar una sospecha, como tal”. Tras decir que también aparece en ellos “esa fatiga previa de la convención que tanto atormentara a Roque Islam”, el escritor pone el punto final de la nota.  

Sospecho que también hablaba de sí mismo.
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El escritor se llama Néstor Sánchez y vivió en Caracas un tiempo. Se dice que fue allí donde se asomó al hilo que poco después lo llevó, en Lima, a las enseñanzas de un célebre místico armenio. Claro, en Caracas conoció a Teresa Voguelmann, hija del instructor de esos saberes en Perú, donde encontró, según sus palabras “el despertar y la búsqueda de la conciencia”. 

Sánchez viajó y despareció durante veinte años, en uno de esos viajes. Literaria -y literalmente- cayó en el olvido. Llegaron a darlo por muerto, en una presunción que no podía serle ajena. Él solía repetir unos versos de su admirado Pavese: “Esta muerte que me acompaña, de la mañana a la noche, insomne, sorda, como un viejo remordimiento o un vicio absurdo”. Amainadas todas las inquietudes que su leyenda había suscitado, el universo ahora lo ignoraba.
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Varias veces pregunté por sus libros en Buenos Aires y no me daban razón, hasta que una tarde de enero del 2006, en una pequeña librería de Barrio Norte, me topé con Siberia blues. La editorial Paradiso había iniciado con ese título la recuperación de su obra. Alción Editora, por su parte, reeditaría Nosotros dos. A finales de ese mismo año, la revista Las ranas le dedicó un magnífico dossier, hoy de indispensable consulta para quienes se interesan en el escritor. Ahora tengo en mis manos el fascinante libro de Osvaldo Baigorri. Es algo más que una biografía. Es una alucinante novela. La publicó Mansalva hace dos años.
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En Caracas preparó, para Monte Ávila, a comienzos de los 70, un libro sobre Pavese, así como la antología de narradores argentinos, ya mencionada. En Venezuela tiene lectores entrañables y secretos. A uno de ellos (Gonzalo Ramírez), le traje, por encargo suyo, Cómico de la lengua, en la edición de Paradiso, del 2007.
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El 15 de octubre de 2007 (recuerdo el día por lo que de seguidas se verá), en el vuelo Buenos Aires-Caracas, comencé la lectura de Cómico de la lengua. En la primera página me topé con esta fecha: “…el anochecer (la caída de la tarde, el crepúsculo) del día quince de octubre…)”. Seguí, desde la lentitud que Nacha Ortiz emplea para desvestirse, hasta bien entrada la novela, atravesando el curso de una parsimonia que discurre por oído. Ensimismado en una prosa que es el centro de la trama y que alcanza de pronto la esquiva cumbre de la poesía, llegué al capítulo en el que se recuerda un verso de Edgar Bailey. Pude decir(me) así, que Cómico de la lengua es una novela interminable y que “es infinita esta riqueza abandonada”, por más esfuerzos que hagamos para asirla.
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Hace unos minutos, en unas páginas sobre Gurdjieff, estaban conversando Katherine Mansfield y Néstor Sánchez. Sonaba el jazz de un amigo. Tal vez era John Coltrane.
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P.D: El libro de Osvaldo Baigorri se titula Sobre Sánchez, Mansalva, Buenos, Aires, 2012). La antología que Néstor Sánchez hizo para Monte Ávila es 20 nuevos narradores argentinos, Caracas, 1971.

El escritor invisible

 
Pasaba en París largas temporadas anuales. A diferencia de otras suyas, esta ciudad, que llegó a adorar, no le resultaba invisible. En ella, el invisible era él. Allí también hacía el transporte de la basura hogareña, con la destreza y el gusto que evocó en un hermoso texto sobre el único oficio doméstico que su familia le permitía, porque -como es sabido- en los demás era un desastre.
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Desde su casa parisina salía todas las mañanas hasta St. Germain-des-Près, a comprar los diarios italianos. Iba y volvía en metro, en ejercicio de una de sus viejas aficiones: la exploración del mundo subterráneo.
 
Cuando el escritor recordó uno de esos viajes cotidianos, fue cuando declaró su ilusión de ser invisible, para sentirse bien. Eso está en aquel párrafo del espléndido texto Ermitaño en París, con motivo de su encuentro con una imagen insólita: un hombre descalzo, con lentes, que parecía un atildado profesor distraído, a quien se le hubiera olvidado ponerse calcetines y zapatos. El hombre andaba así y nadie lo miraba.
 
“El sueño de ser invisible”, dice nuestro autor.
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París es una enciclopedia, “una gigantesca obra de consulta”. Eso afirma con gracia el eremita, quien al entrar en cualquier negocio sentía que estaba abriendo el capítulo de un tratado. Como le fascinaban las tiendas de quesos, las visitaba con frecuencia y encontraba en ellas el Discurso del Método.
 
No es que haya museos en París. Es que toda la ciudad lo es. Por eso confesó su gusto por una especie de tautología museística: el Musée Carnavalet, dedicado a la vida y la historia de la ciudad. Me agrada mucho esa predilección, porque la comparto. Además, ese lugar fabuloso está en el Marais. En una de sus salas, mi amigo Najul estuvo a punto de saltar el cordón y acostarse en la cama de Proust. Yo lo hice desistir, diciéndole que un acto así no sería tan “invisible” como andar descalzo. El Turco, entonces, se quitó los zapatos y contempló en silencio la recámara proustiana.
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Diré ahora su nombre, aunque todos saben de quién hablo. Lo haré para no incurrir más en la sinonimia de los vocativos (“el escritor”, “nuestro autor”, “el eremita”) y, sobre todo, porque el próximo miércoles estará de cumpleaños y celebraremos una vez más la grandeza literaria de Italo Calvino.
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Acá, el video en el que habla de París. Es una delicia oír a Calvino:
https://www.youtube.com/watch?v=6jdiCztTLQw