Wednesday, November 26, 2014

Yepes Azparren y el silencio


 
No me es fácil despedir a José Antonio Yepes Azparren, quien fue para mí como un hermano menor y un amigo de muchos años. Después de una larga lejanía, en el 2011 volvimos a frecuentarnos y retomamos un viejo diálogo, al que nunca le faltó el afecto, más allá de las diferencias. Así, pude asistir de nuevo a la intimidad de su incansable orfebrería literaria y compartir con él lecturas, manuscritos y hasta chocheras de abuelos. Siempre había en nuestros encuentros un cuento suyo de Daniel Alejandro, o uno mío de Olivia, lectora del bellísimo libro infantil que publicó el pasado año.  

Privilegiado por un oído poético infalible, José Antonio consagró su vida a la literatura desde los 17 años. Lo hizo deliberada y apasionadamente, hasta el último minuto. Puso al servicio de su insobornable vocación todo el rigor que le fue posible en el estudio y en la escritura. Era un poseso de la disciplina. Por encima de las querellas, justas o injustas, que asumió siempre de frente y con su nombre, se empina una obra literaria que el tiempo sabrá valorar como se debe.  

En un poema reciente que le dedicó a nuestro común amigo Leonardo Ruiz Tirado, escribió estos versos prístinos que cito: 

Mi escritura me vigila: entre ella y lo que soy
he dejado hondos silencios donde podrán leerme.
Sobre la página virgen que defiende con fervor
su blancura: voy de lo más distante hasta muy lejos.
Os he dejado, para quien desee seguirme: una borradura. 

En estos tiempos de desmemoria que vivimos, no esperamos que a José Antonio se le lea. Se nos va en medio de una venezolana indiferencia que costará revertir, pero en “los hondos silencios” está su voz. Y en su memoria, nuestro consuelo.

José Antonio, te vuelvo a preguntar, como lo hice en tu primer libro: 

¿Qué dice esa rama en la mitad del canto?

Tuesday, November 04, 2014

La tórtola que arrulla


Osvaldo Lamborghini
 
Cuando Germán García lo leyó, encontró afinidades y búsquedas comunes. Sintió la necesidad de hablar con él y le escribió una carta. Antes de enviársela, le comentó a sus amigos y seguidores su entusiasmo por lo que escribía “ese joven filósofo catalán”, cuyos libros habían empezado a llegar a Buenos Aires. Era el año 74. No faltaba mucho para que se instalase el terror en el país, pero en unos pocos metros de la calle Corrientes el mundo intelectual aún podía discurrir con brillantez y libertad. García era uno de sus timoneles. Cuando se disponía a enviar la carta (había transcurrido un par de semanas), se le presentó de repente en su mesa de La Paz, el mismísimo destinatario: Eugenio Trías en persona. Y comenzó la amistad.
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Recuerdo que en una conversación publicada por Confines (No. 14), en el 2004, Germán García, para no dramatizar el tema de las universidades y su capital curricular, optó por la comedia y dijo: 

Vos no decís "acá tenemos un pensador, vamos a llevarlo a la universidad". Decís: "acá tenemos un universitario, hagámoslo pasar por pensador".
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Ya en su libro sobre Masotta y el psicoanális del castellano (1980), García se había referido a las “paradojas de las apologías argentinas”. Una: reconocer en todas partes a quien se piensa no reconocido en el lugar que aparentemente corresponde. Cita el caso de mi querido Pichon-Rivière, en contraposición al de Ingenieros: 

José Ingenieros fue sacrificado al triunfo del discurso universitario; la consumación de Pichon-Rivière se realiza en nombre de la crisis de ese mismo discurso.
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Una atractiva semblanza del autor de Nanina: 

Callejeaba como Sócrates e impartía sus lecciones a través de sus habituales recorridos por los bares de Corrientes, donde siempre se le podía encontrar en pleno día, o entre las librerías cercanas, rodeado de amigos, conocidos, alumnos, curiosos y advenedizos (…). Tenía una inteligencia hiriente y malévola que sabía sacar los colores a la cultura oficial, razón por la cual gozaba de particular inquina entre el establishment psicoanalítico e intelectual. No se le quería en ‘Villa Freud’ (…). No se le quería tampoco en los ambientes marxistas, o freudiano-marxistas, que entonces abundaban, pues se dedicaba con especial encono a desmantelar todas las mentiras y falacias sobre las que estaba construida la ‘cultura progresista’ de la época; la que entonces pasaba por cultura oficial de la izquierda 

Es Eugenio Trías quien habla. Lo hace en sus memorias (El árbol de la vida).
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Ahora leo Cancha rayada y la disfruto. Para iniciar la conversación con una amiga, a un personaje de la novela no se le ocurre otra cosa que recitar una tabla del Escolar que se aprendió de memoria. La tabla enumeraba los gritos de los animales. “Escuchá, querida”, le dice. Y se larga: 

La oveja bala, la abeja zumba, el águila trompetea. Antílope bala, armiño chilla, asno rebuzna, avispa también zumba, becerro berrea, búho ronca y ayea, caballo relincha y bufa, cabra bala, camello gruñe y ruge, canario trina y gorjea, cerdo gruñe y regruñe, ciervo que bala y brama, cigüeña crotora, cisne grazna, cocodrilo que gime y ruge, codorniz que crotora también, conejo chilla, el cuervo granza y crascita, el elefante barrita, foca que ladra y muge, gallina que cacarea, ganso que grazna, gato que maúlla y mía –la apreté y se rió-, un gavilán chilla y una golondrina chirría mientras una grulla grulle y la hiena aúlla seguida del jabalí que rebudia y un lagarto que silba (la tenía, la sentía). Un león ruge mientras la liebre chilla seguida de un lobo que aúlla y ulula, mientras el mono chilla y castañea cerca de un loro que vocea y chilla (la besé). 

Una paloma arrulla y zurea mirando a la pantera que himpla, escuchando al pato que parpa, la perdiz que cuchichía y ajea, el perro que aúlla y ladra, el puerco espín que gruñe, el puma que ruge, la rana que croa, la rata que chilla, el rinoceronte que chilla y barrita, el ruiseñor que trina, la serpiente que silba, el tigre que brama, la tórtola que arrulla, la vaca que muge, el zorro que ladra como un perro y un toro que brama, bufa y muge. 

Qué concierto –dice. La paloma sos vos digo, pero igual me saca la mano del escote y no tengo más repertorio.  

(Cancha rayada,1969)
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Me imagino una tarde en La Paz. Tres en la mesa. Oficia el psicoanalista. Es Germán García. Oye atento el filósofo, quien todavía no es el autor de La edad del espíritu, pero va en camino. De pronto, el poeta interrumpe para saludar a alguien que llega. Es Oscar Masotta. Masotta dice a viva voz:  

Osvaldo Lamborghini, el mejor poeta argentino existente.

Monday, October 13, 2014

El jazz de un amigo


Una tarde de 1970. El escritor está en Caracas y elabora la nota para un libro que Monte Ávila publicará poco después. Es una antología que incluye veinte jóvenes narradores de su país: Argentina. El escritor traza las primeras líneas y nace este relato:  

La alusión no es del todo arbitraria: hace aproximadamente una decena de años, en la ciudad de Buenos Aires, un tal Roque Islam (poeta impublicable y desasosegado) necesitó poner el pecho a una especie de exhortación, acaso un poco desconsiderada: ¿por qué motivo no escribía prosa? 

Casi sin lugar a dudas él debió experimentar algo bastante parecido a una provocación, a lo alusivo de por sí; entonces preguntó, a su vez, si se le estaba proponiendo que narrara (en los términos más o menos frecuentes), si se le estaba ofreciendo la alternativa de contar alguna historia, o suceso ajeno, o recoveco mnemónico. 

La respuesta no sólo resultó afirmativa sino que además contenía la intención de una posibilidad personal (es decir, para él a su edad, de acuerdo con su obstinación sin atenuantes). Casi de inmediato Islam, fiel a cierto octosílabo recurrente, con esfumaturas, optó por ponerse de pie y salir a la calle. Todo esfuerzo por entrever lo que habrá pensado durante el trayecto hasta su casa, solo, a esas horas, resulta poco menos que impensable”. 

Hasta ahí el cuento. El escritor pasa a hablar de su antología y afirma que en ella ha querido registrar un contrapunto entre veinte narradores, que, “en el peor de los casos”, apenas alcanzaban los veinticinco años de edad cuando pasó lo de Roque Islam. Más adelante, destaca en ellos la “irrupción del texto” que quiere negarse a ser “cuento, o relato, o crónica”.
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Ahora releo la nota y me detengo en otra frase: “…la sospecha de que el lenguaje escrito podría protagonizar una sospecha, como tal”. Tras decir que también aparece en ellos “esa fatiga previa de la convención que tanto atormentara a Roque Islam”, el escritor pone el punto final de la nota.  

Sospecho que también hablaba de sí mismo.
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El escritor se llama Néstor Sánchez y vivió en Caracas un tiempo. Se dice que fue allí donde se asomó al hilo que poco después lo llevó, en Lima, a las enseñanzas de un célebre místico armenio. Claro, en Caracas conoció a Teresa Voguelmann, hija del instructor de esos saberes en Perú, donde encontró, según sus palabras “el despertar y la búsqueda de la conciencia”. 

Sánchez viajó y despareció durante veinte años, en uno de esos viajes. Literaria -y literalmente- cayó en el olvido. Llegaron a darlo por muerto, en una presunción que no podía serle ajena. Él solía repetir unos versos de su admirado Pavese: “Esta muerte que me acompaña, de la mañana a la noche, insomne, sorda, como un viejo remordimiento o un vicio absurdo”. Amainadas todas las inquietudes que su leyenda había suscitado, el universo ahora lo ignoraba.
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Varias veces pregunté por sus libros en Buenos Aires y no me daban razón, hasta que una tarde de enero del 2006, en una pequeña librería de Barrio Norte, me topé con Siberia blues. La editorial Paradiso había iniciado con ese título la recuperación de su obra. Alción Editora, por su parte, reeditaría Nosotros dos. A finales de ese mismo año, la revista Las ranas le dedicó un magnífico dossier, hoy de indispensable consulta para quienes se interesan en el escritor. Ahora tengo en mis manos el fascinante libro de Osvaldo Baigorri. Es algo más que una biografía. Es una alucinante novela. La publicó Mansalva hace dos años.
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En Caracas preparó, para Monte Ávila, a comienzos de los 70, un libro sobre Pavese, así como la antología de narradores argentinos, ya mencionada. En Venezuela tiene lectores entrañables y secretos. A uno de ellos (Gonzalo Ramírez), le traje, por encargo suyo, Cómico de la lengua, en la edición de Paradiso, del 2007.
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El 15 de octubre de 2007 (recuerdo el día por lo que de seguidas se verá), en el vuelo Buenos Aires-Caracas, comencé la lectura de Cómico de la lengua. En la primera página me topé con esta fecha: “…el anochecer (la caída de la tarde, el crepúsculo) del día quince de octubre…)”. Seguí, desde la lentitud que Nacha Ortiz emplea para desvestirse, hasta bien entrada la novela, atravesando el curso de una parsimonia que discurre por oído. Ensimismado en una prosa que es el centro de la trama y que alcanza de pronto la esquiva cumbre de la poesía, llegué al capítulo en el que se recuerda un verso de Edgar Bailey. Pude decir(me) así, que Cómico de la lengua es una novela interminable y que “es infinita esta riqueza abandonada”, por más esfuerzos que hagamos para asirla.
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Hace unos minutos, en unas páginas sobre Gurdjieff, estaban conversando Katherine Mansfield y Néstor Sánchez. Sonaba el jazz de un amigo. Tal vez era John Coltrane.
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P.D: El libro de Osvaldo Baigorri se titula Sobre Sánchez, Mansalva, Buenos, Aires, 2012). La antología que Néstor Sánchez hizo para Monte Ávila es 20 nuevos narradores argentinos, Caracas, 1971.

El escritor invisible

 
Pasaba en París largas temporadas anuales. A diferencia de otras suyas, esta ciudad, que llegó a adorar, no le resultaba invisible. En ella, el invisible era él. Allí también hacía el transporte de la basura hogareña, con la destreza y el gusto que evocó en un hermoso texto sobre el único oficio doméstico que su familia le permitía, porque -como es sabido- en los demás era un desastre.
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Desde su casa parisina salía todas las mañanas hasta St. Germain-des-Près, a comprar los diarios italianos. Iba y volvía en metro, en ejercicio de una de sus viejas aficiones: la exploración del mundo subterráneo.
 
Cuando el escritor recordó uno de esos viajes cotidianos, fue cuando declaró su ilusión de ser invisible, para sentirse bien. Eso está en aquel párrafo del espléndido texto Ermitaño en París, con motivo de su encuentro con una imagen insólita: un hombre descalzo, con lentes, que parecía un atildado profesor distraído, a quien se le hubiera olvidado ponerse calcetines y zapatos. El hombre andaba así y nadie lo miraba.
 
“El sueño de ser invisible”, dice nuestro autor.
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París es una enciclopedia, “una gigantesca obra de consulta”. Eso afirma con gracia el eremita, quien al entrar en cualquier negocio sentía que estaba abriendo el capítulo de un tratado. Como le fascinaban las tiendas de quesos, las visitaba con frecuencia y encontraba en ellas el Discurso del Método.
 
No es que haya museos en París. Es que toda la ciudad lo es. Por eso confesó su gusto por una especie de tautología museística: el Musée Carnavalet, dedicado a la vida y la historia de la ciudad. Me agrada mucho esa predilección, porque la comparto. Además, ese lugar fabuloso está en el Marais. En una de sus salas, mi amigo Najul estuvo a punto de saltar el cordón y acostarse en la cama de Proust. Yo lo hice desistir, diciéndole que un acto así no sería tan “invisible” como andar descalzo. El Turco, entonces, se quitó los zapatos y contempló en silencio la recámara proustiana.
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Diré ahora su nombre, aunque todos saben de quién hablo. Lo haré para no incurrir más en la sinonimia de los vocativos (“el escritor”, “nuestro autor”, “el eremita”) y, sobre todo, porque el próximo miércoles estará de cumpleaños y celebraremos una vez más la grandeza literaria de Italo Calvino.
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Acá, el video en el que habla de París. Es una delicia oír a Calvino:
https://www.youtube.com/watch?v=6jdiCztTLQw

Tuesday, July 15, 2014

Recuerdo de un libro que me regalaron


Waterhouse. Decamerón
 
 
El Decamerón de Bocaccio, en una preciosa edición. Me lo dio una compañera de estudios, cuando estábamos en cuarto de bachillerato. Ella le pidió a un amigo mío que la asesorara para el regalo que quería hacerme, con motivo de mi cumpleaños, y mi amigo, RGA, no sin picardía, le sugirió ese título. Durante un tiempo él estuvo riéndose de esa maravillosa gracia, que GR, por fortuna, se tomó muy en serio. A ambos, sin duda, les estoy agradecido todavía. Desde entonces, El Decamerón permanece con honores en mi jardín de las delicias.
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Su magistral modo de contar, así como la sensualidad de sus relatos, hicieron del autor uno de los mejores regalos que el “trecento” legó a los siglos venideros, pasando por encima de censuras mojigatas hasta llegar al esplendor de Pasolini. En lo personal, el ejemplar de El Decamerón, que inicialmente fue la broma vicaria de un amigo y el hermoso regalo de una compañera, es hoy uno de mis mejores recuerdos de lector.
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Abro una página y Guido Cavalcanti pega un salto. Está en la novena narración de la sexta jornada. La recomiendo como buena lección para bromistas.

Tuesday, April 29, 2014

Versura


Giorgio Agamben como el apóstol Felipe en El evangelio según San Mateo, de Pasolini

 
Dos vueltas al parque y Su Ilustrísima irradiante. Es una dicha verlo así, porque hoy nadie más parece estarlo. El día está raro, me dice Cuchi. 

En la página van y vienen las palabras. Me detengo en una para citar a Agamben de nuevo: “Versura”.
 
Busco en su libro (Idea de la prosa) y leo la nota de la traductora:
 
“En latín significa el punto en que el arado da la vuelta, al final del surco”.
 
Va y y viene el ensayista sobre el tema del verso y se apoya en Caproni para hablar del metro de una sola palabra, seguida de puntos suspensivos:
 
La puerta
condenada
 
Compara después con el adagio del quinteto de Schubert op. 163, del que Caproni ha sabido aprovechar la lección, para decir que el pizzicato confirma la imposibilidad, para los arcos, de “formar una frase melódica completa”.   

Me gusta la idea platónica de la “versura” que nos regala Agamben: la del punto medio entre la poesía y la prosa o el límite invisible donde el que viene encuentra al que se va.
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Veo una foto de Agamben cuando tenía 22 años. Pero no es una foto más. Es un fotograma de una película de Pasolini (“El evangelio según San Mateo”), en la que Agamben hizo el papel del apóstol Felipe. Agamben iba. Ahora viene.

Tuesday, April 22, 2014

El jugador de billar


Paul Newman. The Hustler (1961)
 
“Tenemos un pacto de depravación”, había escrito Sarah (Piper Laurie) en la página que Eddie el Rápido (Paul Newman) rompió, furioso, al descubrir en ella un texto sobre la pareja que comenzaban a formar por esos días. Conocíamos algunas referencias de la afición de Sarah por la literatura, pero esa escena nos permitió sospechar que era algo más que una lectora solitaria. De ese rasgo, sin embargo, nunca se sabrá más nada, pues la formidable película de Robert Rossen (El Jugador, 1961) discurrirá como tragedia entre mesas de billar y borracheras desoladas, siendo Eddie el centro del relato y el juego de pool su fatídico universo.  

Hoy la vi de nuevo. Sentí que mejora con los años y que el Gordo de Minessota (Jackie Gleason) sigue tomándose la vida con calma. 

“Eres un gran jugador”, le dice Eddie. 

-“Tú también”, le responde el Gordo.
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 Lêdo Ivo:
 

“…as bolas de bilhar se entrechocam
 com artigos de cama e mesa
 e sóis na relva 

(Poesia completa. 1940-2004, Brasken, Rio de Janeiro, 2004, p. 572)  

 --
 
El novelista Andrés Neuman tiene un estupendo libro de poemas titulado El jugador de billar (Pre-textos, 2000). Leyéndolo, pensé en el film de Rossen. Tal vez me ayude a iluminar algunos momentos de esas vidas marcadas por el destino, a las que la suerte ofrece en vano otras rutas. Así, Neuman podría haberle advertido a Eddie: 

No entretengas tu golpe:
 Juegas contra el azar, contra ti mismo”.
 

Al final, Eddie, después de la gran pérdida, le gana al Gordo, pero no sé si estos versos de Andrés Neuman, que se avienen con la escena, describen también su sino: 

Una silueta blanda, casi desposeída,
 atraviesa un pasillo
 entre mesas inmóviles que imitan laberintos,
 jardines sin salida
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Los soles que dijo Lêdo Ivo, ¿dejaron de rodar sobre la hierba?

Friday, April 18, 2014

García Márquez y la poesía



 García Márquez y Neruda


Anoche, después de ver una foto en la que está con Neruda, pensé en García Márquez como lector de poesía, para no hablar de la mucha poesía que habita su obra.

Hoy leo el último párrafo de su discurso al recibir el Nobel:

En cada línea que escribo trato siempre, con mayor o menor fortuna, de invocar los espíritus esquivos de la poesía, y trato de dejar en cada palabra el testimonio de mi devoción por sus virtudes de adivinación, y por su permanente victoria contra los sordos poderes de la muerte. El premio que acabo de recibir lo entiendo, con toda humildad, como la consoladora revelación de que mi intento no ha sido en vano. Es por eso que invito a todos ustedes a brindar por lo que un gran poeta de nuestras Américas, Luis Cardoza y Aragón, ha definido como la única prueba concreta de la existencia del hombre: la poesía.

Muchas gracias”.

Ha dicho.

Wednesday, April 16, 2014

Kubrick lee a Salinger





 Diane Arbus
Vi anoche El Resplandor, así como casi todo el documental que nos recomendó Gustavo. Ver la película, bajo el influjo de las diversas especulaciones referidas en el documental, es verla en estado de alerta, tratando de captar cosas no dichas en el documental. Así, pude percatarme de que el libro que Shelley Duvall está leyendo en su casa, mientras desayuna con el niño, es El guardián entre el centeno (The Catcher in the Rye), de J. D. Salinger. Llevaba el libro más o menos por la mitad, y cuando lo coloca en la mesa, para comerse su sándwich, podemos ver que tiene la página marcada.

Otra cosa: alguien lee mucho en esa casa. Detrás de la mesa divisé libros apilados.
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Aunque muy evidente (no sé si tan comentada), retuve la primera referencia que en la película se hace al laberinto.
Wendy (Shelley Duvall), sorprendida por la gran cocina del hotel, le dice al chef, que "ella va a tener que regar migas por el piso, cada vez que le toque entrar a la cocina, porque sólo así podrá encontrar la salida". “No es para tanto”, le responde Scatman Crothers, actor  que encarna al adorable chef.
 
Apunto la relevancia del detalle, porque más adelante el film nos mostrará que salir de un laberinto será salvar la vida.
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Llegué al documental varios minutos después de su inicio. Por eso, no sé si hay en él referencias a la novela de Salinger. De lo que sí estoy seguro es de lo atractivo del dato, seguramente muy trajinado por otros, pero nuevo para mí, despistado y tardío espectador de claves. Que me dispensen los avisados.
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Nadie olvidará que El guardián entre el centeno, además de ser un libro merecidamente leído y admirado, tiene en su recepción, un lado inquietante. Recordemos un ejemplo de esa fama extraña: Chapman, después de asesinar a John Lennon, se quedó en el edificio Dakota hasta que llegó la policía. ¿Qué hizo mientras tanto? Leyó El guardián entre el centeno, más o menos, hasta la mitad.
Era el 8 de diciembre de 1980, el mismo año, por cierto, en que se estrenó El Resplandor. Sin duda, la aludida sincronía es un apetitoso rábano que no debe ser  tomado por las hojas.
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Anoté también un momento de la abundante simetría kubrickiana: antes de que las gemelas aparecieran en la sala de juegos del hotel, Danny, que había lanzado al blanco tres dardos rojos, recoge dos, y mira a las niñas. Esas ominosas mellizas –como han dicho algunos-, parecen tomadas de una famosa fotografía de Diane Arbus. Homenaje, le dicen.
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Como no puedo dejar de arrimar la brasa para la sardina gastronómica, debo decir que disfruté de nuevo la escena en la cava de las carnes. Tras informarle a Wendy que puede pasar todo un año sin repetir el menú, el chef le enumera la existencia: quince asados de paletilla, treinta paquetes de hamburguesas, doce pavos, cuarenta pollos, cincuenta solomillos, casi treinta lomos de cerdo y veinte piernas de cordero.

Nada de eso anima a Danny, quien confiesa al final del recorrido, su preferencia por las papas fritas con kétchup.
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Sentir terror en el cine es un verdadero placer, pero sólo los grandes directores nos pueden dar miedos memorables. Pienso en Hitchcock, con Psicosis y, sobre todo, en esta película de Kubrick, que mejora notablemente un género fatigado por los terrores automáticos de tantas obras deleznables que anuncian con “música de miedo” cuándo debemos sentirlo.
 

Salvo la cara de loco que nunca pudo quitarse el Jack Nicholson de Atrapados sin salida, las señales de pánico de este filme, si bien no se ocultan, son más una atmósfera que una carta convencional para jugar con el público. Por eso, El Resplandor es una delicia. Que un espacio, como el hermoso hotel de montaña Overlook, sea el centro de esta historia, es, de suyo, un regalo lujosísimo. Que a ello se añadan un soberbio laberinto vegetal, un baño para caballeros diseñado por Frank Lloyd Wright y un espléndido salón de fiesta, es demasiado. Pero que, además, suene música de Penderecki, Ligeti y Bartok, ya es intolerablemente excesivo.
 
Gracias a ese exceso, sin el cual no habría arte, Kubrick consigue con El Resplandor tocar el cielo.
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