Una tarde de 1970. El escritor está en Caracas y
elabora la nota para un libro que Monte Ávila publicará poco después. Es una
antología que incluye veinte jóvenes narradores de su país: Argentina. El
escritor traza las primeras líneas y nace este relato:
“La
alusión no es del todo arbitraria: hace aproximadamente una decena de años, en
la ciudad de Buenos Aires, un tal Roque Islam (poeta impublicable y
desasosegado) necesitó poner el pecho a una especie de exhortación, acaso un
poco desconsiderada: ¿por qué motivo no escribía prosa?
Casi sin
lugar a dudas él debió experimentar algo bastante parecido a una provocación, a
lo alusivo de por sí; entonces preguntó, a su vez, si se le estaba proponiendo
que narrara (en los términos más o menos frecuentes), si se le estaba
ofreciendo la alternativa de contar alguna historia, o suceso ajeno, o recoveco
mnemónico.
La
respuesta no sólo resultó afirmativa sino que además contenía la intención de
una posibilidad personal (es decir, para él a su edad, de acuerdo con su
obstinación sin atenuantes). Casi de inmediato Islam, fiel a cierto octosílabo
recurrente, con esfumaturas, optó por ponerse de pie y salir a la calle. Todo
esfuerzo por entrever lo que habrá pensado durante el trayecto hasta su casa,
solo, a esas horas, resulta poco menos que impensable”.
Hasta ahí el cuento. El escritor pasa a hablar
de su antología y afirma que en ella ha querido registrar un contrapunto entre
veinte narradores, que, “en el peor de los casos”, apenas alcanzaban los
veinticinco años de edad cuando pasó lo de Roque Islam. Más adelante, destaca
en ellos la “irrupción del texto” que quiere negarse a ser “cuento, o relato, o
crónica”.
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Ahora releo la nota y me detengo en otra frase:
“…la sospecha de que el lenguaje escrito podría protagonizar una sospecha, como
tal”. Tras decir que también aparece en ellos “esa fatiga previa de la
convención que tanto atormentara a Roque Islam”, el escritor pone el punto
final de la nota.
Sospecho que también hablaba de sí mismo.
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El escritor se llama Néstor Sánchez y vivió en
Caracas un tiempo. Se dice que fue allí donde se asomó al hilo que poco después
lo llevó, en Lima, a las enseñanzas de un célebre místico armenio. Claro, en
Caracas conoció a Teresa Voguelmann, hija del instructor de esos saberes en
Perú, donde encontró, según sus palabras “el despertar y la búsqueda de la
conciencia”.
Sánchez viajó y despareció durante veinte años,
en uno de esos viajes. Literaria -y literalmente- cayó en el olvido. Llegaron a
darlo por muerto, en una presunción que no podía serle ajena. Él solía repetir
unos versos de su admirado Pavese: “Esta muerte que me acompaña, de la mañana a
la noche, insomne, sorda, como un viejo remordimiento o un vicio absurdo”.
Amainadas todas las inquietudes que su leyenda había suscitado, el universo
ahora lo ignoraba.
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Varias veces pregunté por sus libros en Buenos
Aires y no me daban razón, hasta que una tarde de enero del 2006, en una
pequeña librería de Barrio Norte, me topé con Siberia blues. La
editorial Paradiso había iniciado con ese título la recuperación de su obra.
Alción Editora, por su parte, reeditaría Nosotros dos. A finales de ese mismo
año, la revista Las ranas le dedicó
un magnífico dossier, hoy de indispensable consulta para quienes se interesan
en el escritor. Ahora tengo en mis manos el fascinante libro de Osvaldo
Baigorri. Es algo más que una biografía. Es una alucinante novela. La publicó
Mansalva hace dos años.
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En Caracas preparó, para Monte Ávila, a
comienzos de los 70, un libro sobre Pavese, así como la antología de narradores
argentinos, ya mencionada. En Venezuela tiene lectores entrañables y secretos.
A uno de ellos (Gonzalo Ramírez), le traje, por encargo suyo, Cómico
de la lengua, en la edición de Paradiso, del 2007.
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El 15 de octubre de 2007 (recuerdo el día por lo
que de seguidas se verá), en el vuelo Buenos Aires-Caracas, comencé la lectura
de Cómico
de la lengua. En la primera página me topé con esta fecha: “…el
anochecer (la caída de la tarde, el crepúsculo) del día quince de octubre…)”.
Seguí, desde la lentitud que Nacha Ortiz emplea para desvestirse, hasta bien
entrada la novela, atravesando el curso de una parsimonia que discurre por oído.
Ensimismado en una prosa que es el centro de la trama y que alcanza de pronto
la esquiva cumbre de la poesía, llegué al capítulo en el que se recuerda un
verso de Edgar Bailey. Pude decir(me) así, que Cómico de la lengua es
una novela interminable y que “es infinita esta riqueza abandonada”, por más
esfuerzos que hagamos para asirla.
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Hace unos minutos, en unas páginas sobre
Gurdjieff, estaban conversando Katherine Mansfield y Néstor Sánchez. Sonaba el
jazz de un amigo. Tal vez era John Coltrane.
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P.D: El libro de Osvaldo Baigorri se titula Sobre
Sánchez, Mansalva, Buenos, Aires, 2012). La antología que Néstor
Sánchez hizo para Monte Ávila es 20 nuevos narradores argentinos,
Caracas, 1971.