Sunday, February 26, 2006

El viaje del petróleo en la poesía venezolana

Ernesto León.
Atardecer. Campo petrolero


y mi pobre País pico de pájaro buchón que se lo lleva”
 
Alvaro Montero
(Bajo qué señal comenzó el fuego)

Dedico a Guy Monod, en cuya memoria viven imágenes petroleras que vamos a leer un día.


La poesía y el país. La poesía en el país. El país en la poesía. La poesía en su país. El país en su poesía. El país de la poesía. La poesía del país... Y así, podríamos continuar ad nauseam las permutaciones de la frase hasta encontrar la señal que nos indique algún camino para mi intervención de esta tarde en Barinas. No sé muy bien en qué consistirá ésta. Sólo tengo una idea: optar por convocar las imágenes que el nombre de la mesa (“Releer a Venezuela”) me sugiere y dejarme llevar por ellas. Pido disculpas por el caos que, seguramente, ello supone, caos que trataré de compensar con la brevedad de estas palabras, por lo menos.

Lo primero que llega a mi memoria es la imagen de unos apamates llenos de petróleo, como emblema terrible de la violencia que la ocupación petrolera fue dejando por el oriente del país y por otros de sus puntos cardinales.Yo encontré esos apamates en un libro de poemas. Debo a Gonzalo Ramírez, aquí presente, y a Alejandro Oliveros, el descubrimiento de ese libro insólito de la poesía venezolana, escrito por el poeta Villarroel París, hoy olvidado como tantos buenos escritores.

Acostumbrado a que el tema petrolero se me apareciese sólo en otros géneros literarios (ensayo y narrativa, especialmente), la lectura del libro De un pueblo y sus visiones (Universidad de Carabobo, 1979), de J. M. Villarroel París, me deparó la sorpresa de otra perspectiva del tema y me ofreció un aluvión de imágenes que sólo un poeta puede ofrecer cuando se trata de mirar sombras, en este caso, las sombras de una patria. Leer el territorio del petróleo en Venezuela, a través de la memoria de un poeta, es acceder a un estadio superior del tema. Hagamos, entonces, un breve viaje de la mano del libro en el que Villaroel París recrea la errancia de su padre por los campos petroleros de nuestras tierras asoladas.


1. “Esta meseta está llena de taladros
Desde el Tejero Santa Bárbara Jusepín
Los apamates están llenos de petróleo
Muertos con una tristeza de país en ruina
Esta meseta está llena de taladros
Sembrada de hombres muertos
Un largo cementerio viene desde Caripito
Y no tiene fronteras
Es la gesta la nueva conquista entre pueblos
(...)
Esta meseta está llena de taladros balancines y mechurrios
Esta meseta esta de lleno de todo y de nada
”.

La narrativa nos había hablado de las casas muertas que la Venezuela agraria fue dejando en sus postrimerías, y también de las casas vivas que el petróleo comenzó a levantar en los inicios de su inserción tentacular en nuestras vidas. Algunas de esas casas iban a terminar totalmente derribadas o en ruinas, según soplaran los vientos del negocio. Recuerdo un relato de Earle Herrera en el que habla de las casas de un campo petrolero, quemadas por la Compañía, para que, después de su partida del país, nadie pudiese disfrutarlas.

La antropología y la sociología, la ciencia política y la literatura también nos habían descrito el mundo particular de la explotación petrolera.  Podríamos, de ese modo, releer Mene, Oficina Nro.1, Guachimanes, Sobre la misma tierra, Mancha de aceite, Venezuela: política y petróleo o Antropología del petróleo, y quizá comprobar que Díaz Sánchez, Otero Silva, Bracho Montiel, Gallegos, Uribe Piedrahita, Rómulo Betancourt y Rodolfo Quintero, respectivamente, siguen diciéndonos cosas importantes sobre el petróleo en Venezuela, pero no será suficiente. Faltará la visión del poeta, faltarán las imágenes fecundas que sólo la poesía es capaz de transmitirnos. No estarán, por ejemplo, esos apamates llenos de petróleo que disparan su terrible desamparo desde las páginas de uno de los poemas narrativos más sorprendentes de la poesía venezolana del siglo XX. O estas otras que quiero ahora compartir con ustedes:

La ciega hablaba en los corredores
Con pájaros traídos del barranco
Decía la última fiesta en Miraflores
Bailar hasta morirse vomitando
Una noche y otra por El Venado y Campo Rojo
Porque cantaba algunos tangos para sufrir
Viejas canciones de un siglo sin recuerdos
(...)
Un encuentro fugaz Diario festín de campo
Sus ojos disparados
Decían una noche sin lámparas Su carne tísica
¿y quién más que la muerte nos podía cantar?
Tarareamos este mundo de petróleo
Perdido el rostro la identidad el nombre
.

La ciega Buenaventura es una figura ominosa. Es la figura de la muerte emblemática que paseará su estela umbría por todas las estancias de este libro. No en balde es la primera muerta de este viaje, caída en la calle Maturín de Quiriquire y convertida desde ese instante en el perfil funerario del paisaje y en la voz espectral que lo recorre. Buenaventura es la muerte misma, la muerte que canta como la mabita.

2. Veníamos de un viaje en medio de la noche
Veníamos entre gentes de tantos campos perdidos y cerrados
Cuando yo abrí los ojos mis pies se habían llenado
Con todo el abandono de esos pueblos
Sellé mis compromisos con el pasado familiar
Pero es mentira aquí estoy cargando todos los
cementerios.

Villarroel París irá paso a paso revelándonos el paisaje que captó en su niñez, cuando acompañó a su padre (un obrero petrolero) por los diversos campamentos que conformaron la geografía del oro negro. Asistió al bautizo del primer taladro en el Delta, “caño San Juan cayena putrefacta/ tierra del aluvión de la malaria” donde estuvo su padre encuellador, “en lo alto de la torre, temblando como un pájaro”. Asistió al incendio de Quiriquire desde la calle Bolívar y vio con asombro antiguo el fuego que era el diablo incontrolable de los campos petroleros. Asistió al desfile de las pintadas, las cariñosas, las amorosas, las putas tristes del asfalto, aptas para el amor y también para la certera puñalada, dada o recibida, conforme lo dispusiera su destino. Acudió a la fundación de pueblos que vivieron un fugaz esplendor antes de convertirse en los fantasmas que ahora son o en los lugares sin centro en que se tornaron algunos. Presenció la caravana de hombres que también forma parte del paisaje de este libro, o mejor dicho, que es el paisaje profundo de este libro doloroso, íngrimo.

3. Si la Venezuela minera, que apostaba -ingenua o maliciosa- por el progreso, tuvo en José Tadeo Arreaza Calatrava a su poeta cimero, la Venezuela herida por el petróleo, sólo tiene ahora que descubrir el suyo en J. M. Villarroel París.

Releer a Venezuela en las páginas de sus poetas, para conocerla, reconocerla y comprenderla, es una tarea fascinante que aún no hemos hecho del todo. Algunas contienen miradas oblicuas, íntimas o secretas a paisajes y a momentos cruciales de nuestra historia. Otras son memoria pura, es decir, recuerdo y recreación, fotos fijas o ramalazos que laceraron la infancia, como éstos que recogen los versos de la espléndida poesía narrativa de Villarroel París, voz plena de intemperies y abandonos que revela el rostro de otro país y las secuelas de un sacrificio cotidianamente preterido.

4. Mi padre llegó a El Tigre por el año 40
Con muchos pueblos muertos sobre su cabeza
Errante y desmontable estallante de luz entre sus aros
Llegó a El Tigre armado de fracasos y silencios
Un pueblo Un nombre un aletazo de pájaro muriendo
Entre mechurrios y cielos rojos
Un pueblo Un garabato en la sabana de Guanipa.

El libro concluye, como era previsible, con una elegía al padre. Es, probablemente, la más sobria elegía de la poesía venezolana. Ese padre, gallero y guapo, que levantó una casa para su familia y la llamó “En Dios confío”, se yergue en los versos de su hijo como un héroe de nuestra historia no historiada y como protagonista de una jornada anónima que espera todavía a sus poetas.

Mi padre muerto era viscoso aceite de piedra
Hablaba en voz alta para espantar vientos
Y los ruidos del mar en el puerto de Irapa
(...)
Y en cada viaje nos decía:
-Aquello está triste como un velorio
Las casas se están cayendo
El viejo Tigre ha muerto
La gente allí ha muerto.

Y mi padre que en Morón peleó con cuatro árabes
Que fundó pueblos y tuvo amores en Barrancas Temblador y Pedernales
Está allí tranquilo
Envuelto en su traje gris
Estrenado este último diciembre.
Eso ero lo que quería decirles mediante este borrador. Muchas gracias.

Barinas, 24 de febrero de 2006.


Monday, February 06, 2006

Jaime Gil de Biedma y Sevilla


Jaime Gil de Biedma

He estado leyendo el libro de Miguel Dalmau sobre Gil de Biedma. Es una biografía centrada en la homosexualidad del poeta. Ahora mismo acabo de dejarlo al término de una orgía en Sevilla. Resulta que la noche anterior Gil de Biedma había recibido un papelito con una invitación redactada toda con títulos de poemas suyos. Decía así: “Aunque sea un instante, ha venido esa hora en que un cuerpo es el mejor amigo del hombre. Resolución. Peeping Tom. A través del espejo, t`introduire dans mon histoire. Recuerda tus píos deseos al empezar el año: volver a ser loca hasta la albada. Happy ending: Calle Cuna Nro....”. A esa dirección acudió el poeta. Lo atrapó un ambiente. Eran chicos y chicas comunistas de Sevilla. Jaime se enamoró de uno de los chicos y volvió a Sevilla en numerosas ocasiones.

Ahora ya comienzo a explicarme la siguiente frase de su texto autobiográfico, publicado como contratapa de Las personas del verbo: “Manila ya me aburre y en cambio me fascinó Sevilla, por primera vez descubierta en noviembre de 1976, después de haber estado en ella cuantísimas veces”.

En favor de Venus, este recuerdo de Jaime Gil.