Tuesday, September 13, 2016

El último verano de nuestra juventud


Juan Gil-Albert, con su madre y su hermana, en el porche de Villa Vicente,
casa veraniega de la familia, en El Salt, Alcoy

 
Seis de la mañana. Desde hace rato, el Breviarium vitae de Juan Gil-Albert. Sigo una indicación suya y lo leo al azar o como “los libros de Horas”: con cuentagotas. Gil-Albert, además de un memorialista prodigioso, es, “un español que razona”, como dijo alguien que lo admiraba y con quien compartía apellido y ciertas afinidades: Jaime Gil de Biedma. En este libro se comprueba ese feliz aserto. Notas, aforismos, confesiones y recuerdos conforman Breviarium vitae, llamado inicialmente por su autor Cantos rodados. Sus líneas iniciales son, sin duda, la piedra primordial del breviario:  

Los años y las cosechas. Con los achaques le llega al hombre, por primera vez, el verdadero sabor de las palabras. 

En una nota a pie de página del prólogo, Gil-Albert explica el origen de esa máxima. Corrijo. Más que explicarla, la ilustra con una experiencia de cuando se embarcó en Buenos Aires, rumbo a México, en 1945. No me voy a dilatar en citarla extensa y gozosamente, como se debe: 

En el barco aludido que me transportó a las alturas mexicanas, el maitre, por exceso de pasaje, me rogó sentarme a una mesa que fueron ocupando, simultáneamente, cuatro jóvenes con los que conviví: de origen italiano uno, un guatemalteco, un tercero, neoyorquino, y un -y lo dejo el último, en tête-a-tête conmigo- Julio, argentino-israelí, con grandes ojos tras los cristales protectores de sus gafas; y lo recuerdo, estudiante de Química. Acababa de ser publicado, en Buenos Aires, en el 44, mi poemario Las ilusiones. Los cuatro lo leyeron, se prestaban el libro, volvían sobre él y se hacían confidencias. Mis poemas parecían convertirse, para ellos, en campo de acción. El aislamiento marítimo en que vivíamos durante un mes, en una especie, envidiable, de holganza sempiterna, nos hizo intercambiar como obsequio, en nuestro convivir aireado, lo mejor de uno mismo. En nuestra escala de Valparaíso, se unió a nosotros una muchacha distinguida. La despidieron, enternecidos, padres y hermanos, porque viajaba, por vez primera, sola: gentes encumbradas y arruinadas la veían partir para ocupar un puesto de trabajo en el lejano consulado chileno de New-Orleans. Llegamos a jugar a prendas –encantador-, y a adivinarnos el personaje con el que cada cual se había bautizado, inmente, y al que había que remedar, con sutileza, con palabras y actitudes. Hacíamos, claro, burla de los viajeros corrientes. Y la chica, cuyo nombre, y lo añoro, olvidé, hacía música en el piano del salón, cantábiles al uso del tiempo y en una ocasión, recuerdo, Debussy, su Claro de Luna, mientras algunos desconocidos del pasaje iban entrando y se sentaban en silencio. En medio de esa intimidad repentina que brota en los barcos, me sentí tratado como uno más del grupo muchachil, pero con un toque de deferencia que me fue indicadora, por primera vez, de que yo había dejado de ser el joven aquel que salió de España y que emprendía ahora, sensiblemente, la segunda etapa inicial de lo que llamamos la madurez; que aludiera a los achaques no era, por el momento, más que un recurso de expresividad que patentizaba lo intuido, lo por venir, pero eso sólo. Teinta años han pasado desde entonces en los que si no a diario pero sí con una constancia irregular, aquel navegante entre joviales compañeros, que ha desembarcado ya en la vejez definitiva, cierra hoy la marcha de sus visiones, de sus apreciaciones, de sus persuasiones, como alguien que se toma, comprensivamente, la vacación última, bajo el grato sombreado de sus recuerdos, de sus conquistas, y por qué no decirlo, de sus inevitables derrotas 

¿No es esa nota a pie de página una preciosa piedra?  

Así son los cantos rodados de Gil-Albert, dedicados a Merche, la mecanógrafa que los tomó al dictado de su autor, no con “acatamiento de discípula sino con espontáneo fervor de convivencia”.
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“Fervor de convivencia”. Anotado.