No me es fácil despedir
a José Antonio Yepes Azparren, quien fue para mí como un hermano menor y un
amigo de muchos años. Después de una larga lejanía, en el 2011 volvimos a
frecuentarnos y retomamos un viejo diálogo, al que nunca le faltó el afecto,
más allá de las diferencias. Así, pude asistir de nuevo a la intimidad de su
incansable orfebrería literaria y compartir con él lecturas, manuscritos y
hasta chocheras de abuelos. Siempre había en nuestros encuentros un cuento suyo
de Daniel Alejandro, o uno mío de Olivia, lectora del bellísimo libro infantil
que publicó el pasado año.
Privilegiado por un oído
poético infalible, José Antonio consagró su vida a la literatura desde los 17
años. Lo hizo deliberada y apasionadamente, hasta el último minuto. Puso al
servicio de su insobornable vocación todo el rigor que le fue posible en el
estudio y en la escritura. Era un poseso de la disciplina. Por encima de las
querellas, justas o injustas, que asumió siempre de frente y con su nombre, se
empina una obra literaria que el tiempo sabrá valorar como se debe.
En un poema reciente que
le dedicó a nuestro común amigo Leonardo Ruiz Tirado, escribió estos versos
prístinos que cito:
Mi escritura me vigila: entre ella y lo que soy
he dejado hondos silencios donde podrán leerme.
Sobre la página virgen que defiende con fervor
su blancura: voy de lo más distante hasta muy lejos.
Os he dejado, para quien desee seguirme: una borradura.
En estos tiempos de
desmemoria que vivimos, no esperamos que a José Antonio se le lea. Se nos va en
medio de una venezolana indiferencia que costará revertir, pero en “los hondos
silencios” está su voz. Y en su memoria, nuestro consuelo.
José Antonio, te vuelvo
a preguntar, como lo hice en tu primer libro:
¿Qué dice esa rama en la mitad del canto?
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