Goya, Los Caprichos
Otra perversión, la gremial, lleva esto a consecuencias mayores: debes pertenecer al sindicato o al gremio para optar a una determinada función (con su sueldo completo) en tal o cual institución. Si no tienes el título y si no perteneces al colegio, no me importan tus conocimientos. Estás fuera de juego, o te pago menos. Conozco casos en los cuales la diferencia intelectual entre quien cumple con los requisitos de “formación” universitaria y quien no, es enorme. Siempre a favor del no licenciado o del no doctor. Esos casos son frecuentes. Desde luego, también son irritantes para quien se percata de una realidad absolutamente injusta en la distribución de los méritos y compensaciones económicas.
El vicio académico es ágrafo y áfono. Y por serlo, le disgusta el buen decir y la escritura elegante. Lo suyo son las monsergas de las revistas arbitradas que sólo circulan entre los miembros de la cofradía curricular. ¿De dónde viene el vicio académico? Viene de la deshumanización de nuestras universidades. Viene de la conversión de las casas de estudios en máquinas registradoras. Sí. Pero aún no estamos apuntando a las causas, sino a los productos. Creo que el vicio académico viene de la apropiación hegemónica del conocimiento por parte de unos pocos, quienes tienen interés en degradar al máximo a la universidad pública o en hacerse de ella para vaciarla de propósitos sociales. Aunque todavía no me satisface la respuesta, sé que ella apunta hacia una pista más segura para explicar esta miseria intelectual de nuestro tiempo, que, por fortuna, cuenta con algunas nobles excepciones que habré de reconocer y citar (conozco muy bien una experiencia contrastante) para adelantarme a la mecánica y falaz acusación de que estoy “generalizando”. Expertos en sofismas primarios, los productores y detentadores de chatarra académica no soportan la confrontación, menos aún el discurso severo que devele las penurias del modelo de conocimiento que ellos defienden o que anuncie el inminente colapso de unas universidades reñidas con la autocrítica y la renovación auténticas.
15-07-07: Escribiré un artículo sobre el vicio académico, frase que tomo de Cuchi. Se la escuché ayer en Salsipuedes, cuando hacía el café a las 6 de la mañana. Llamaré “vicio académico” al afán por los títulos, a ese desespero por acumular papeles que cunde casi con escándalo en los predios universitarios. En realidad, el vicio académico no es otra cosa que la manía por el capital curricular que tantas veces hemos denunciado en la UNEY.
El vicio académico cuenta con sólido apoyo reglamentario y financiero. Forma parte de una cultura que ha sustituido lo cualitativo por la academometría (palabra que no usaré, pero que por fea y contrahecha merece ser aplicada a los pobres universitarios de nuestro tiempo). Repito entonces: El vicio académico forma parte de una cultura que ha sustituido lo cualitativo por las mediciones. En las universidades de la decadencia se mide, se pesa y se suma y, sobre todo, se resta la inteligencia, la cultura, la imaginación y la poesía. Como en los versos de Heberto Padilla: ésas “no tienen aquí nada que hacer”. Proliferan los postgrados para satisfacer el vicio infatigable y no para incrementar el conocimiento. La proliferación incontrolada o, mejor dicho, controlada sólo por alcabalas burocráticas que la legitiman, lleva consigo un empobrecimiento humanístico y científico alarmante (alarmante para las pocas personas lúcidas que persisten en el medio, que las hay, todo hay que decirlo). Impera una especie de “feria de la alegría” en la oferta de cursos de cuarto nivel dirigida a reforzar el vicio académico y no a la solución de algún problema del país, menos aún, a satisfacer la genuina curiosidad cultural o científica que alguien pueda tener. No hay otro interés. Por eso, qué importa la pertinencia o la calidad de los postgrados que se ofrecen, qué importa la incultura de la mayoría de sus docentes y alumnos. Lo relevante es satisfacer el mercado y seguir alimentando la medianía de su oferta y su demanda. Así, el ramo se ve habitualmente enriquecido por universidades extranjeras que facilitan el voraz consumo de “doctorados” a distancia.
Quien no ha sido contagiado por el vicio es visto como un ser extraño y carente de aspiraciones. Al no formar parte del circuito, pasa a convertirse en un marginal académico, en una víctima del terrorismo curricular. Los casi impresentables reglamentos que sostienen el patético vicio lo excluyen de ascensos, reconocimientos y compensaciones, por más talento que demuestre en sus clases, investigaciones, escritos o diálogos cotidianos. O resiste buscando arduamente otros aires menos contaminados por el ridículo vicio o sucumbe ante la insistencia del medio, pasando a engrosar la nómina infeliz de los baldados mentales que copiosamente lo rodean. Habría que oponer una activa resistencia a ese demoledor trapiche académico, mediante alternativas sólidas, carentes de fetichismos normativos y aplicables de manera efectiva bajo el amparo de la experimentalidad y de la fuerza innovadora que conceden la conciencia y el talento críticos.
Si la exclusión que impunemente perpetra la (in)cultura curricular con las vocaciones e inteligencias de su propia casa constituye un torpe agravio a la justicia académica, más grave aún es el hecho innoble de que se prive a las universidades de incorporar como docentes o investigadores a personas valiosísimas, sólo por carecer del título exigido por las inflexibles normas de ingreso. El vicio académico se sostiene en un espíritu corporativo que frena cualquier intento de renovación, de cambio o de contacto con otros saberes y culturas. Ese espíritu coloniza a tirios y a troyanos, por más enconadas que sean sus diferencias políticas y amputa de realidad a las comarcas universitarias. Mientras los saberes populares y ancestrales dialogan en la calle, en los mustios cubículos de la academia se perpetúa el solipsismo. Hacerse de la vista gorda de lo que ocurre fuera de sus muros es una práctica constante de las universidades donde impera el vicio académico. Esa procaz manifestación de irresponsabilidad fue robustecida por el neoliberalismo y establecida como pauta por el Banco Mundial y sus compinches.
La deplorable tiranía del vicio académico nos ha llevado a profesionalizar todos los oficios y a redactar normas de carrera administrativa o "manuales de cargos" que exigen títulos y no competencias. Peor que eso: nos ha conducido a considerar como único propósito del sistema educativo, no la educación misma, sino la expedición de un papel que nos acredite para ejercer un cargo. Más que el conocimiento (el conocimiento precario y elitesco de antaño), al vicio académico le interesa la simulación del conocimiento.
El vicio académico cuenta con sólido apoyo reglamentario y financiero. Forma parte de una cultura que ha sustituido lo cualitativo por la academometría (palabra que no usaré, pero que por fea y contrahecha merece ser aplicada a los pobres universitarios de nuestro tiempo). Repito entonces: El vicio académico forma parte de una cultura que ha sustituido lo cualitativo por las mediciones. En las universidades de la decadencia se mide, se pesa y se suma y, sobre todo, se resta la inteligencia, la cultura, la imaginación y la poesía. Como en los versos de Heberto Padilla: ésas “no tienen aquí nada que hacer”. Proliferan los postgrados para satisfacer el vicio infatigable y no para incrementar el conocimiento. La proliferación incontrolada o, mejor dicho, controlada sólo por alcabalas burocráticas que la legitiman, lleva consigo un empobrecimiento humanístico y científico alarmante (alarmante para las pocas personas lúcidas que persisten en el medio, que las hay, todo hay que decirlo). Impera una especie de “feria de la alegría” en la oferta de cursos de cuarto nivel dirigida a reforzar el vicio académico y no a la solución de algún problema del país, menos aún, a satisfacer la genuina curiosidad cultural o científica que alguien pueda tener. No hay otro interés. Por eso, qué importa la pertinencia o la calidad de los postgrados que se ofrecen, qué importa la incultura de la mayoría de sus docentes y alumnos. Lo relevante es satisfacer el mercado y seguir alimentando la medianía de su oferta y su demanda. Así, el ramo se ve habitualmente enriquecido por universidades extranjeras que facilitan el voraz consumo de “doctorados” a distancia.
Quien no ha sido contagiado por el vicio es visto como un ser extraño y carente de aspiraciones. Al no formar parte del circuito, pasa a convertirse en un marginal académico, en una víctima del terrorismo curricular. Los casi impresentables reglamentos que sostienen el patético vicio lo excluyen de ascensos, reconocimientos y compensaciones, por más talento que demuestre en sus clases, investigaciones, escritos o diálogos cotidianos. O resiste buscando arduamente otros aires menos contaminados por el ridículo vicio o sucumbe ante la insistencia del medio, pasando a engrosar la nómina infeliz de los baldados mentales que copiosamente lo rodean. Habría que oponer una activa resistencia a ese demoledor trapiche académico, mediante alternativas sólidas, carentes de fetichismos normativos y aplicables de manera efectiva bajo el amparo de la experimentalidad y de la fuerza innovadora que conceden la conciencia y el talento críticos.
Si la exclusión que impunemente perpetra la (in)cultura curricular con las vocaciones e inteligencias de su propia casa constituye un torpe agravio a la justicia académica, más grave aún es el hecho innoble de que se prive a las universidades de incorporar como docentes o investigadores a personas valiosísimas, sólo por carecer del título exigido por las inflexibles normas de ingreso. El vicio académico se sostiene en un espíritu corporativo que frena cualquier intento de renovación, de cambio o de contacto con otros saberes y culturas. Ese espíritu coloniza a tirios y a troyanos, por más enconadas que sean sus diferencias políticas y amputa de realidad a las comarcas universitarias. Mientras los saberes populares y ancestrales dialogan en la calle, en los mustios cubículos de la academia se perpetúa el solipsismo. Hacerse de la vista gorda de lo que ocurre fuera de sus muros es una práctica constante de las universidades donde impera el vicio académico. Esa procaz manifestación de irresponsabilidad fue robustecida por el neoliberalismo y establecida como pauta por el Banco Mundial y sus compinches.
La deplorable tiranía del vicio académico nos ha llevado a profesionalizar todos los oficios y a redactar normas de carrera administrativa o "manuales de cargos" que exigen títulos y no competencias. Peor que eso: nos ha conducido a considerar como único propósito del sistema educativo, no la educación misma, sino la expedición de un papel que nos acredite para ejercer un cargo. Más que el conocimiento (el conocimiento precario y elitesco de antaño), al vicio académico le interesa la simulación del conocimiento.
Otra perversión, la gremial, lleva esto a consecuencias mayores: debes pertenecer al sindicato o al gremio para optar a una determinada función (con su sueldo completo) en tal o cual institución. Si no tienes el título y si no perteneces al colegio, no me importan tus conocimientos. Estás fuera de juego, o te pago menos. Conozco casos en los cuales la diferencia intelectual entre quien cumple con los requisitos de “formación” universitaria y quien no, es enorme. Siempre a favor del no licenciado o del no doctor. Esos casos son frecuentes. Desde luego, también son irritantes para quien se percata de una realidad absolutamente injusta en la distribución de los méritos y compensaciones económicas.
El vicio académico es ágrafo y áfono. Y por serlo, le disgusta el buen decir y la escritura elegante. Lo suyo son las monsergas de las revistas arbitradas que sólo circulan entre los miembros de la cofradía curricular. ¿De dónde viene el vicio académico? Viene de la deshumanización de nuestras universidades. Viene de la conversión de las casas de estudios en máquinas registradoras. Sí. Pero aún no estamos apuntando a las causas, sino a los productos. Creo que el vicio académico viene de la apropiación hegemónica del conocimiento por parte de unos pocos, quienes tienen interés en degradar al máximo a la universidad pública o en hacerse de ella para vaciarla de propósitos sociales. Aunque todavía no me satisface la respuesta, sé que ella apunta hacia una pista más segura para explicar esta miseria intelectual de nuestro tiempo, que, por fortuna, cuenta con algunas nobles excepciones que habré de reconocer y citar (conozco muy bien una experiencia contrastante) para adelantarme a la mecánica y falaz acusación de que estoy “generalizando”. Expertos en sofismas primarios, los productores y detentadores de chatarra académica no soportan la confrontación, menos aún el discurso severo que devele las penurias del modelo de conocimiento que ellos defienden o que anuncie el inminente colapso de unas universidades reñidas con la autocrítica y la renovación auténticas.
De todo eso escribiré.
2 comments:
Bravo!!
Bravo!!!
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