Sunday, September 02, 2007

El hermano de Lautréamont

Horacio González


Marie-José Paz

Lautréamont

José Ingenieros

Horacio González en su formidable libro Restos pampeanos da cuenta de una curiosa travesura psiquiátrica perpetrada por Rubén Darío en cooperación con José Ingenieros (o viceversa). Lo cierto es que ambos convirtieron a un joven oriental en conejillo de indias del segundo para un experimento acerca de la susceptibilidad que algunas personas tienen a la sugestión. En la memoria psiquiátrica de Ingenieros el caso comienza con esta frase estupenda: “Joven de origen incierto, cree haber nacido en Montevideo...”. Bien. Ese muchacho había sido presentado a Darío a comienzos de 1898. El poeta quedó impresionado por la “nebulosa fantasía del joven” cuando le narró con talante novelesco inverosímiles peripecias de su adolescencia. Consideró Darío que por su aspecto neuropático el presunto uruguayo sería un interesante caso para el Dr. Ingenieros. El poeta y el científico urdieron su plan a partir de una noticia literaria que habían leído varios años antes en el Mercure de France, en la que Leon Bloy, ante las dudas de algunos, aseguraba que el extraño libro llamado Chants de Maldoror había sido efectivamente escrito por un uruguayo. Bloy respaldó su certeza con un retrato del autor e informó que el llamado conde de Lautréamont era hijo de un ex cónsul de Francia en Montevideo. Darío le creyó del todo, pero Ingenieros no. Sin embargo, la incredulidad del segundo no afectó para nada el propósito positivista de una ciencia que se iniciaba arbitrariamente en el Río de la Plata de la mano del más grande poeta hispanoamericano de su tiempo. Le correspondió a Rubén Darío hacerle ver al mozo el inmenso parecido físico que tenía con el conde de Lautréamont. Su éxito fue inmediato. El joven orate comenzó a presentarse como hermano natural del autor de los Cantos de Maldoror apoyando su parentesco en una explicación que él mismo se inventó: en su infancia su madre recibía en la intimidad a un señor francés que no era otro que el cónsul de Francia en Montevideo. Bastaba ese dato para suponer lo demás, aunque quedara en entredicho la “honra” de su madre. La historia se fue tornando poco a poco en comidilla porteña y el “hermano del conde” pasó a ser objeto de pesadas burlas. Como el “divertimento intelectual” parecía haber ido demasiado lejos, sus responsables se asustaron y pusieron en marcha un experimento curativo: la terapia del ridículo. Así, Darío e Ingenieros, con gran dificultad, fueron desmontando crudamente el proceso de inducción hacia el imaginario parentesco. También en la cura tuvieron éxito. Según Ingenieros, el joven no presentó nunca más síntomas del delirio fabricado.

Como sabemos, Darío incluyó en Los raros su artículo acerca de Lautréamont. Lo escribió cinco años antes de su encuentro con el joven oriental, si hemos de creer las fechas que tanto él como Ingenieros suministran. No refiere Horacio González más noticias sobre el caso, pero lo aprovecha brillantemente para hablar de literatura y de demencias.

Tal vez seguiremos sabiendo poco del caso reseñado, lo que no importaría tanto, si consideramos que “tampoco sabemos nada de Lautréamont”, como lo leí ayer en un poema en prosa de Marie-José Paz que a todos recomiendo.

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