18-01-08: Hoy dediqué la sección literaria del programa de radio de la UNEY a Adriano González León. Adriano murió el sábado 12. El domingo pasado, recién llegado de Buenos Aires, compré la prensa en Caracas y vi la noticia de su muerte. Este año Adriano habría cumplido 77, la cifra prodigiosa. Fue González León en los sesenta uno de los mejores narradores venezolanos. En los noventa, ya Viejo, siguió siéndolo y es que nadie escribe de balde una obra maestra como País Portátil.
Como de costumbre, el azar concurrente hizo de las suyas. Resulta que en estos días busqué en mi desordenada biblioteca todos los libros de Adriano. Extrañamente los conseguí sin mayores dificultades, salvo uno: Hombre que daba sed. De ese libro tengo la primera edición, la de Jorge Alvarez, de 1967, que compré en la librería Suma al poco tiempo de su salida. Bien. Ese delgado volumen se demoró en aparecer hasta que mi memoria se iluminó y me fue guiando a la parte oculta del estante que lo alojaba. Lo saqué de allí con alegría y abrí sus páginas para leer Madán Clotilde. Al pasar sus páginas para llegar al cuento deseado, vi una hoja amarilla doblada. La saqué y abrí. Sorpresa. Era la copia de una planilla del Banco de Maracaibo: una planilla de transferencias fechada el 13 de enero de 1975. En ella mi papá me enviaba tres mil bolívares. Recordé de inmediato que para esa fecha yo estaba de visita en Venezuela. Vivía entonces en España y había venido a pasar las vacaciones de navidad y año nuevo en Barquisimeto. Estaba por retornar a Barcelona y seguramente le había pedido a mi padre dinero para pagar el pasaje comprado por mí a crédito. Me lo envió mediante esa transferencia, cuya planilla tiene su amorosa firma. Es una copia (la que le que queda al cliente), pero la firma es nítida, visible, rotunda: “J.M. Castillo D”. Pienso: Adriano murió y mi padre también. Uno el siete (mi papá) y otro el doce (Adriano). Yo llegué a Venezuela el 13 y, como ya dije, me enteré de la muerte de González León ese mismo día. La planilla de la transferencia que me hizo mi padre tiene también esa fecha.
Como de costumbre, el azar concurrente hizo de las suyas. Resulta que en estos días busqué en mi desordenada biblioteca todos los libros de Adriano. Extrañamente los conseguí sin mayores dificultades, salvo uno: Hombre que daba sed. De ese libro tengo la primera edición, la de Jorge Alvarez, de 1967, que compré en la librería Suma al poco tiempo de su salida. Bien. Ese delgado volumen se demoró en aparecer hasta que mi memoria se iluminó y me fue guiando a la parte oculta del estante que lo alojaba. Lo saqué de allí con alegría y abrí sus páginas para leer Madán Clotilde. Al pasar sus páginas para llegar al cuento deseado, vi una hoja amarilla doblada. La saqué y abrí. Sorpresa. Era la copia de una planilla del Banco de Maracaibo: una planilla de transferencias fechada el 13 de enero de 1975. En ella mi papá me enviaba tres mil bolívares. Recordé de inmediato que para esa fecha yo estaba de visita en Venezuela. Vivía entonces en España y había venido a pasar las vacaciones de navidad y año nuevo en Barquisimeto. Estaba por retornar a Barcelona y seguramente le había pedido a mi padre dinero para pagar el pasaje comprado por mí a crédito. Me lo envió mediante esa transferencia, cuya planilla tiene su amorosa firma. Es una copia (la que le que queda al cliente), pero la firma es nítida, visible, rotunda: “J.M. Castillo D”. Pienso: Adriano murió y mi padre también. Uno el siete (mi papá) y otro el doce (Adriano). Yo llegué a Venezuela el 13 y, como ya dije, me enteré de la muerte de González León ese mismo día. La planilla de la transferencia que me hizo mi padre tiene también esa fecha.
Concluyo que las concurrencias del azar son infinitas. Sin mucho rebuscar encuentro ahora en mi memoria una conversación con Adriano de hace año y medio, en Valencia, en la que hablamos de un cine de Valera que conocí por mi papá durante un viaje inolvidable a la ciudad de Adriano: el Cinelandia. Allí vi con Balbino, el chofer de mi papá, una película mexicana: Dos gallos en palenque. Nos habíamos hospedado en el legendario Hotel Haack, cercano a la plaza.
Contemplar una montaña todos los días, antes de subir a la chevrolet azul, fue uno de los actos más hermosos de la infancia que entonces estaba por dejar. Desde esa época adoro a Valera y más la adoré cuando en el 67 descubrí a Adriano y supe que mi admirado escritor había nacido allí.
4 comments:
Bonito post
Un abrazo
Querido hermano, siento lo de tu padre y aprovecho de contarte cómo fue para mí, puesto que Adriano para mí fue el otro padre que a uno le toca por ahí (creo que siempre habrán, por lo menos uno por ahí y de paso uno se vuelve padre en su momento, tanto biológico como espiritual). Supe de su muerte una hora después. Lo que sí puedo decirte es que murió en su ley, por todo el cañón. Murió como mueren los grandes: su corazón se paró al quedarse dormido en la barra de un grill frente a su casa (del Amazonia, no la del hereford como quizá al viejo le hubiese gustado más). Si algo Adriano no se hubiese calado sería la llorantina de pasillo e clínica con su dosis de pre-suplicantes, y así no fue. El viejo se hubiese arrechado. Una vez, cuando Andrés, su hijo, mi hermano, se fue pa España de vacaciones me dejó a mí a cargo del viejo y creo que él tampoco se hubiese calado a alguno otro. En uno de esos días, después de beber un vino blanco tras otro sin decir nada, llevándolo a su casa (unas cuadras ahí mismo) sentí algo inédito para mí, no creo que pa él: en ese momento se estaba muriendo (a los días lo hospitalizaron), yo comencé, instintivamente a gritarle "Adriano te me estás yendo, coño te me estás yendo pal carajo!" a lo que minutos después al recuperar la conciencia (lo aguantaba de vaina con mis brazos) me dice: "qué me voy a andar muriendo ahora, pendejo!" y seguimos camino. Escribimos un poema ese día y salió bien.
Por cuestiones objetivas, entre ellas la política y las circunstancias personales, no nos vimos en ningún momento el año pasado. El 31 de diciembre voy a su casa a visitarlo por esas mismas razones y no estaba, Andrés y él se habían ido a casa de Georgiana. Esa noche me llamó y fue la última vez que hablamos. Supo que iba a tener una hija (Aquarela está a punto de parir) y lo escuché con esa alegría leve, de aire, en serio, consistente y con el cuerpo de una metáfora alcanzada sin querer, me dijo "ahora sí vas a saber lo que es la eternidad, ahora vas a saber lo que es estar obligado a ser una mejor persona". Habíamos quedado en vernos justamente por esos días, pero pasó lo que pasó.
El velorio fue en la Vallés y creo que al viejo no le hubiese gustado tanta falsa solemnidad, tanta falsa suplicante, tanta ménade y tanto escuálido. Nosotros (los carajitos que lo quisimos que jode) hicimos lo propio y nos fuimos a un café enfrente y acabamos con toda la cerveza del lugar. En una de esas conversas le comentaba a uno de los viejos cómo Adriano conmigo fue el que me terminó de forjar la convicción de la escritura en las muy sus palabras: "no seas pendejo, deja de pensar huevonadas, usted viene a escribir poeta!, recuerde lo que decía Whitman (muy en su propia asociación personal): poetas del futuro, ustedes son los encargados en justificarme". Lo gracioso está en que este viejo me dijo que justamente lo mismo le había dicho a él, treinta años atras. Adriano era atávico pal coño. Por eso lo de Eduardo Falú y Akhnatton. Y pensando en Falú, ya en el entierro, dos amigos de su infancia (oswaldo barreto y alfonso montilla) dieron sus respectivos discursos, luego un trujillano asomado (como siempre decía Adriano que aparecían en los entierros) y ese poco de excomunistas no dijeron más, nosotros hicimos lo propio y nos tocó cantar (a nosotros los carajitos) las canciones que ellos cantaban en sabana grande y que el viejo nos enseñó. Al final, una señora se nos presentó así: "yo soy la esposa de Edmundo Aray y si no cantaban me iba a arrechar".
Lo último que Adriano supo de mí era lo de mi hija que está por nacer, así lo entendí yo: la cadena de la vida es una vaina bien en serio. Un abrazo hermano.
Diego Sequera
P.D. la canción de falú que cantamos, creo que el viejo no las enseñó con ese propíosito: "a veces sigo a mi sombra/ a veces viene detrás/ pobrecita si me muero/con quien va andar// no es que yo vuelque mi vino / lo derramo de intención / mi sombra bebe y la vida/ es de los dos // sombrita cuídame mucho / lo que tenga que dejar / cuando me moje hasta dentro/la oscuridad"
Salud
Diego
Diego querido, me has hecho feliz con tu relato cálido, conmovedor y amoroso.
Has iniciado, como yo con mi padre, una nueva relación con Adriano. De alguna manera te lo dijo en la frase que citas: "Ahora sí vas a saber lo que es la eternidad...".
Muchas gracias, Diego.
Un fuerte abrazo,
Freddy
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