Wednesday, September 11, 2013

Memoria de una herida



(dedico a mis amigos Pedro Cunill Grau, Ibar Varas y Armando Riveros, chilenos que, como otros, se hicieron venezolanos y se quedaron con nosotros para darnos su  trabajo y su sabiduría)

Sin duda, uno de los momentos más dolorosos que recuerdo. Era la última noche del novenario de mi abuelo. Mi tío Oscar aprovechó un rosario para salir y comentarme su indignación por la noticia que en ese momento estaba recorriendo el mundo. Recuerdo que culpó a los “momios”, y también a quienes llamó con cierto desdoro “copeyanos chilenos”. Yo le mencioné la contribución suicida de la gente del MIR y de algunos compañeros socialistas del presidente, sobresaltados y nada cautelosos ni comedidos. Pero eran respuestas de mecánica evasión. En esas horas no estábamos para hacer análisis. Un inmenso dolor nos abatía.

A la mañana siguiente, en Caracas, asistí a un acto en el Aula Magna de la UCV, del que recuerdo como orador a Joaquín Marta Sosa. De allí salimos en manifestación hasta la Av. Casanova, para expresar nuestro respaldo al embajador de Chile. Mientras recorrí la calle que hoy lleva el nombre de Allende, mostré la primera plana del diario Punto, con la foto del presidente fallecido, su apellido y una palabra más: “Asesinado”. El gesto era para refutar lo que entonces nos parecía mentira: el suicidio.

La impotencia era infinita. Sabíamos que el grito “¡No entregues la embajada a los fascistas!” no era más que un desahogo o un ilusorio pedimento. Quiso el destino que me tocara caminar un buen trayecto con mi amigo Beltrán Bujanda (el padre del escritor Héctor Bujanda), quien no podía ocultar su universal pesadumbre. La expresaba en silencio. Marianito y yo habíamos grabado con Beltrán en el mes de junio un cassette, para enviárselo a otro hijo suyo que vivía en Santiago. Me tocó recoger para esa grabación un mensaje de Héctor Mujica. Beltrán le hizo la llamada telefónica y me lo pasó. El gran periodista y escritor accedió de inmediato. Sus primeras palabras, que no olvido (tampoco su hermosa cadencia), fueron para explicar el porqué había aceptado nuestra solicitud: “Porque conozco Chile, su tierra y su gente; a Neruda y al copihue; a Allende y a Tohá; a Ultima Hora y El Siglo…”. Esas querencias de Mujica habían comenzado también a ser nuestras, a excepción de una que lo era desde hacía mucho tiempo y que a los pocos días sirvió para que creciera nuestro duelo. Como se recordará, Pablo Neruda moriría el 23 de septiembre.

En 1970 vivimos un sueño. Aunque pasamos de inmediato a estar en ascuas, muchos apostamos al vigor de una famosa tradición republicana capaz de sortear las acechanzas. Así, transcurrieron tres años en vilo, hasta que el camino quedó ominosamente abierto. Lo habían desbrozado desde adentro y desde afuera, los facciosos de siempre, adalides del odio y del terror y puntales de los dos extremos. El camino terminó siendo, no la vía chilena al socialismo, sino la borrascosa ruta al golpe de estado. El rostro patibulario y siniestro de quien lo encabezó fue también un zarpazo fotográfico, una imagen brutal de la demolición que en carne y hueso se perpetró en Chile y se fraguó en el Norte.

Porque formo parte de una generación marcada por esa herida, comprendo al poeta Gonzalo Millán cuando escribe en su terrible diario de enfermo terminal, en el 2006, estas palabras que laceran:

“¿Recuerdas la asfixia de la dictadura, los años asfixiantes furtivos, los estrangulamientos y degollinas? Para mí existe sólo el 11 de septiembre de 1973. El otro 11 de septiembre forma parte de otra película”.

Hace poco menos de cuatro años Cuchi y yo nos asomamos por vez primera a La Moneda. También lo hicieron nuestras lágrimas. En esa misma ocasión caminamos varias veces por la calle Guardia Vieja. Nos habíamos hospedado en un hotel cercano a la casa familiar de Salvador Allende, en Providencia. A cada paso, un recuerdo. Cada recorrido, un viaje al dolor del 11 de septiembre del 73. Asimismo, una mirada a la luz civilista de un demócrata, de un hombre de talante moderado que entregó su vida para que algún día se abrieran amables alamedas.
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Una semana después del espantoso golpe, en Barcelona (España), vi la valiente portada de una revista que apenas conocía de nombre. La imagen era una seña de identidad y de duelo. Conservo el ejemplar. Nunca me imaginé que después sería un clásico del periodismo español. Que hoy, a cuarenta años de los hechos, hable de nuevo la portada de Triunfo.


Freddy Castillo Castellanos, Barquisimeto, 11 de septiembre del 2013













 
 
 
 
 

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