Córdoba. Foto: FCC. 2009.
Los poetas de Cántico
me atraen. Hace tres años busqué en
Córdoba la calle de García Baena. Como tuve la suerte de que una vecina suya
estaba entre mis anfitriones, supe el camino sin enredos. Me acerqué para
contemplar la entrada de la casa e imaginarme al poeta descansando entre las
fieles ramas. En mi retorno al hotel me fui diciendo aquel verso sobre la
hermosísima ciudad de los omeyas: “No había más belleza en este mundo”. Y no la
hay.
Vi la casa de Ricardo
Molina y en un recodo íngrimo escuché la música incesante de una fuente. Me
asombré de nuevo ante la judería.
Al caminar por la
Plaza de la Corredera recordé a mis amigos Isabel y Adolfo Pérez y el
compromiso contraído con ellos de comer en El Caballo Rojo, frente a la
Mezquita. Apuré el paso.
Eran días de
salmorejo y Góngora. También de Cántico, y de algún Pedro Ximénez,
porque todo hay que decirlo.
Fue uno de esos viajes inolvidables que hice gracias a mi amigo y maestro Miguel Rojas Mix. Se leía y se cantaba.
Fue uno de esos viajes inolvidables que hice gracias a mi amigo y maestro Miguel Rojas Mix. Se leía y se cantaba.
Hoy Córdoba volvió en
un epigrama. Y es que acabo de abrir un libro de Vicente Núñez y de él se ha
escapado esta preciosa y pícara tesela:
“De pupitre en
pupitre
-más veraz que
nosotros-,
de aquellos dos
mensajes
cruzados a
hurtadillas,
reprodujo el secante:
oím roma, oím roma”.
(Vicente Núñez. Teselas
para un mosaico, 1985)
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