Saturday, December 17, 2005

El aleph (II)

Camino por Bond Street y me deleito, como siempre, mirando sus tiendas. Hoy me llama la atención un tweed que acabo de ver en el viejo establecimiento que le hacía los trajes a mi padre. Camino y tengo la sensación de ser invisible. Pienso ahora que ya no volveré a casarme ni a tener hijos. Sigo caminando por la calle de Londres que más me gusta. Veo guantes, veo zapatos; en una pescadería veo un salmón dentro de una barra de hielo. Y llego, casi sin darme cuenta, a la floristería y escojo los ramos para la fiesta que daré esta noche.

Ella esperaba mi regreso. Y rezaba el rosario. Temía por mí. Ahora estoy sano y salvo en la casa y veo que a ella le ha vuelto el alma al cuerpo. Cada cuenta del rosario, me dice, era el ruego de que una voluntad secreta me acompañase a lo largo de mi vida. Ahora sé que puedo ver lo oculto en lo visible y que toda dificultad, lejos de atolondrarme, esconde la fuerza de mi transfiguración. Ahora sé que puedo ver los peces en la canasta estelar de la eternidad.

No me interesa la casa y menos aún la dueña, con su insoportable coquetería de cuarentona. Así que decido, silenciosamente, no alquilar habitación alguna y con debida cortesía europea, me dispongo a salir. De pronto, la señora me lleva a conocer el jardín. Y la veo. Otro narrador podría haber dicho: arribo al momento inefable de mi relato. Yo sólo digo en este instante que me es difícil expresar con el vigor adecuado el estremecimiento que ahora sufro y el verdadero impacto de este reconocimiento imprevisto. Ella me está mirando por encima de sus anteojos negros. Y yo sé lo que me espera.

Mi propósito era llegar sigilosamente hasta Lisboa y desde ahí partir hacia América. No tenía más salida. Huía, casi por instinto. En este instante sé que no podré escaparme del destino. Era, sin duda, éste. Estoy deshecho en Port Bou. Nada en mis tinieblas tiene ahora que ver con Theodor W. Adorno. No más Horkheimer en mi vida. No más ilusiones. Ya la suerte está echada. Por fortuna, tampoco me han de matar mis enemigos. Traigo en mi bastimento una cantidad suficiente de morfina. Adiós. Envíenme flores a París.

¿Por qué me habré casado, Dios mío? Eso recuerdo que lo dijo madame Bovary. Yo ahora lo repito. Hago sufrir y sufro. No soporto, ni me soportan. Escribo aflicciones. Me atolondré. Voy a meter la cabeza en el horno de la cocina. No culpen a Ted. Culparán a Ted. No culpen a Ted. Culparán a...

Voy al centro de una ciudad venezolana que mi memoria sigue registrando. El coche está en una tranca. El calor es casi insoportable. Mi cicerone es un joven tímido, casi un niño. Yo me quejo. Pienso en el taller de narrativa en que el que estoy haciendo de maestro. Desconfío de los organizadores. Son todos jóvenes y no me ofrecen del todo seguridad. Sin embargo, estoy haciendo mi trabajo con gusto. También la ciudad, cuya discreta altura le va bien a mi salud. Ya el coche llega a la librería. Es "El azar inmóvil". El joven Valcárcel me abre la puerta.

Soy esa soledad desesperada que llama a Olga a altas horas de la noche y le pide cobijo. Me he de morir de cosas así.

4 comments:

Henry S. said...

Es un privilegio ser lector de este blog.

Un abrazo

Portarosa said...

De acuerdo. Desde hace un par de días, pero ya gozo del privilegio.

Un saludo.

Anonymous said...

Trataré de identificar:

El primer personaje es de Virginia Woolf. Creo que es la señora Dalloway.

Le sigue José Cemí, es decir Lezama Lima. Está en Paradiso.

Del tercero no estoy seguro, pero me parece que podría ser Humbert Humbert, en Lolita. Más la imagen de Kubrick que la letra de Nabokov.

Viene después uno fácil. Es Walter Benjamin, of course.

En el quinto estoy aplazado. NPI.

En el sexto no vale porque me sé el cuento. Es Sergio Pitol.

Finalmente, la enumeración la cierra Alejandra Pizarnik. Y la Olga es Olga Orozco. Por el nombre de esta última le llegué y también porque le he escuchado a Altazor la frase "he de morir de cosas así", que sé que es de la Pizarnik.

Saludos,

Turco Najul

Anonymous said...

En el quinto habla Silvia Plath