Sunday, June 01, 2008

Gustavo Pereira o la dignidad intelectual (III)

Gustavo Pereira

7. A los 17 años leí en el Papel Literario unos poemas de Víctor Salazar que formaban parte de un libro titulado Cartas de la calle Victoria. Después, mucho después, supe que este poeta extraño, desterrado y espléndido, fallecido antes de cumplir 43 años, había sido un gran amigo de Gustavo Pereira y que Nicanor Salazar, su padre, había llegado a El Morro de Barcelona junto con Juan Salazar Marcano, el abuelo materno de Gustavo. Víctor había nacido en la isla de Coche y, Gustavo, como sabemos, en la de Margarita. Los unían, pues, las islas, los ancestros y la poesía. Alguna vez compartieron vivienda en la Avenida Victoria de Caracas. También compartieron tabernas y vigilias. Mi memoria siempre los asoció. El lector sorprendido que yo era en el 67 transitaba sin dificultad alguna desde un libro de Pereira que me encantaba (En plena estación) a los íngrimos poemas en prosa de Víctor Salazar. De la palabra activa y mordaz de un solidario a la palabra intemporal de un desolado.

Cuando Víctor Salazar murió Gustavo escribió una hermosísima elegía. En ella dijo:

Los poemas tal vez nos sobrevivan/ pero serán de otros como siempre quisimos.

8. Permítaseme un lugar común que en el fondo no es tal: una de las virtudes más admirables de Gustavo Pereira es su invicto sentido de la amistad. La amistad resiste con éxito distancias ideológicas y evita la violencia en las rupturas fatales que nos depara la vida. Más cultural que instintiva, la amistad es la verdadera prueba de la adhesión humana. Gustavo Pereira cree en ella como valor supremo y no le escatima tiempo ni cuidados.

Recuerdo haber tenido hace ocho años una larga conversación telefónica con el poeta. Hablábamos de dos entrañables amigos suyos entonces enfrentados. Yo había tomado partido por uno de ellos. Gustavo procuraba el punto de encuentro, el difícil lugar de la conciliación. Sus razones eran afectivas, pero eran razones y no sólo sentimientos. Al final de la conversación, el tono de Gustavo era un tono de dolor, dolor por los amigos queridos que se querellaban sin tregua. Ese día tuve la certeza de haber oído una serena lección de nobleza humana.

Para decirlo mejor me apoyo en un poema de La fiesta sigue:

“Cuando se dice la palabra amigo se dice sólo lo indispensable/ Vale decir/ Hermano/ Compañero/ Familia/ La vida que soñamos/ El mar/ Cotidianos sabores/ Una cerveza bajo el limpio cielo/ El olor a escafandra de cierto muelle/ Una calle sola por donde desandamos nuestros huesos (…) Cuando se dice amigo se dice Certidumbre/ Se dice Ternura/ Se dice Costa Blanca y Común/ como un pan/ Y se tiene una lámpara encendida en los ojos/ Y un resplandor adentro”.

9. El suplemento cultural de un diario de provincia le sirvió a Gustavo Pereira para demostrar que la generosidad intelectual puede ejercerse sin límites. Desde la redacción de “Los domingos en Antorcha”, en El Tigre, abrió cauces para la creación y orientó a jóvenes escritores que lo reconocieron de inmediato como su maestro. Bajo su dirección, más que una página literaria, el suplemento de Antorcha fue un fértil taller de literatura. Gustavo, que venía de ganar el concurso internacional de poesía de Imagen (comenzaban los 70) y que compartía su actividad cultural con el trabajo de juez en El Tigrito, convocó al talento y le ofreció sin restricciones su espléndida casa literaria. Un día abrió la puerta un joven narrador que comenzaba a explorar con su inmensa inteligencia la memoria de los campos petroleros y a escuchar minuciosamente las voces secretas de su pueblo. En otra ocasión fue un adolescente con sus primeros y maravillosos textos poéticos el que tocaba y entraba con su temprana curiosidad por lo sagrado. Hablo de Benito Yrady y de Santos López, respectivamente. Pero también podría mencionar, entre otros, a Tarek William Saab, a Néstor López y a Josu Landa.
Todos ellos (y muchos otros) recibieron, más que el consejo, la confianza alentadora de Gustavo Pereira.

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