Thursday, October 27, 2011

LA MODA SOY YO O FORTUNY QUE TIENE UNO

Señora de Conde Nast y Lilian Gish, con Delphos

Natasha Rambova, mujer de Rodolfo Valentino, con un Delphos

Conservo el lejano recuerdo de una novela que Pere Gimferrer escribió sobre ellos (padre e hijo) a comienzos de los ochenta. No la tengo a mano para citar alguno de sus párrafos espléndidos, pero puedo apoyarme en Proust para recrear el formidable mundo de una estética adorada por el poeta catalán y que sus dos paisanos tejieron con magnífica armonía. El padre pintó las telas y el hijo (que no nació en Reus, sino en Granada) las transformó en indumentaria. Precisamente, de “indumentos gofrados” de Fortuny habla García Baena en un poema veneciano, uno de esos poemas suyos tan atentos a los detalles delicados o al fulgor de un lujo antiguo.   

Mariano Fortuny Madrazo en su taller de Venecia se dedicó a deslumbrar el mundo dannunziano de la belle époque. Tomó de los griegos imágenes que le permitieron diseñar el Delphos; de Canaletto, trajes, y de Tiépolo, el rosado. Vistió con osadía a las divas del cine mudo y lo hizo como quien saca a bailar a una escultura clásica. Se regodeó en los accesorios morunos de Venecia y Orson Welles llegó a pedirle el vestuario de su Otelo.  Fue -y es- una leyenda proustiana.

Hubiera podido decir con certeza, a lo largo de varias décadas, lo que ahora dice mi hijo Martín, con desenfado literal y fotográfico: La moda soy yo. Lo era Fortuny, a despecho de la marca en que terminan convirtiéndose algunos diseñadores, por más literatura y arte que pongan a deambular en los salones de las fiestas o bajo el indiscreto enfoque de las candilejas.

No hablo más, porque acá está Proust, mostrando su fascinación por el vestido, vale decir, por los vestidos de Fortuny como escritura proustiana:  

“El vestido de Fortuny que llevaba esa noche Albertine se me antojó la sombra tentadora de aquella Venecia invisible. Estaba invadido de ornamentación árabe como Venecia, como los palacios de Venecia disimulados a la manera de las sultanas detrás de un velo calado de piedra, como las encuadernaciones de la Biblioteca Ambrosiana, como las columnas cuyas aves orientales, que significan alternativamente la muerte y la vida, se repetían en los espejeos de la tela, de un azul oscuro que, a medida que se acercaba mi mirada, se metamorfoseaba en oro maleable a causa de las mismas transmutaciones que, ante la góndola que se aproxima, transforman en metal esplendente el azur del Gran Canal. Y las mangas estaban forradas de un rosa cereza tan peculiarmente veneciano, que lo llaman rosa Tiépolo"

(Marcel Proust. La prisionera)

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